Vuelvo del cole.
Mi hermano tiene un ratón diminuto de mascota.
Es del tamaño de una pepita de uva, o poco más.
Lo tiene en una jaula para hámsters.
Le estoy cambiando el agua, miro y ya no está.
Se ha escapado.
Me pongo a buscarlo por todos lados, por cada rincón de la habitación.
Por los entresijos.
Pero nada, no hay manera.
No hago más que encontrar basurillas que no son él.
Y así paso rato y rato.
Y es un rollo, pero tampoco me agobio.
Solo es el fastidio, el temor a pisarlo sin querer o algo así.
La preocupación por que no aparezca ya más.
A veces me parece verlo con el rabillo del ojo, cruzando como una exhalación.
Pero sin saber bien si es él o es otra cosa, o son mis ojos que se confunden y me engañan, por las ganas de verlo.
Y ojalá no fuera tan tan pequeño, cachis diez.
Conforme sigo con mi búsqueda, voy maquinando atraerlo con algún cebo o ponerle una trampa, pero es tan demasiado de minúsculo que no te da apenas margen.
A nada que hiciera me lo cargaría, seguro, y no quiero eso.
Igual ya hasta lo he aplastado sin querer y ni me he enterado.
Espero que no.
Con estas cuitas, voy encontrando diferentes muestras de fauna insospechada por la habitación.
Moscas, mosquitos, insectos inoportunos.
Incluso una especie de almejas que viven ahí tan panchas tras la puerta.
Las asustas un poco y cierran sus conchas verdosas de golpe.
Y yo qué sé, más absurdidades así.
Pero que el dichoso roedor no hay manera de pillarlo.
Ya le vale ya.