Soy estudiante de nuevo. Estoy en una escuela de música. En clase, todos tenemos un ordenador con un teclado especial y una especie de ratón raro. Estos accesorios forman parte del programa que tenemos que utilizar para aprender.
Resulta que es el mejor y el único del mercado. No hay otra manera de hacer música, pues la compañía que ostenta este monopolio se las ha apañado para borrar del mapa todos los demás instrumentos y recursos.
El programa es carísimo y viene con unas condiciones de uso de lo más leoninas. Cada usuario está obligado a registrarse y todos se han creado su cuenta menos yo, que me he olvidado o no he querido.
Sin cuenta se puede usar durante un breve periodo de prueba, pero es aún más estricto y restrictivo en su vigilancia y protección.
Resulta que la especie de ratón ese raro no es tal sino un guardián y centinela antipiratería. Una especie de pequeño insecto robot que monitorea tus variables internas, para adivinar tus intenciones más ocultas para con el programa y su integridad, antes incluso de que tú mismo seas consciente de ellas.
Y esto es lo que pasa, que en mi turbación e inseguridad hacia esa presencia amenazadora, su susceptibilidad se activa y se pone en guardia. Y esto retroalimenta todavía más mi aversión y repulsa.
Pues el insecto muta su tamaño y forma según su nivel de amenaza y agresividad. Se activa su modo persecución y represión del enemigo.
Ahora es del tamaño de un balón de rugby y con forma de gusano metálico y punzante.
Y yo escapo, y el bicho ese se vuelve semiinvisible y me ataca por microondas térmicas y radioactivas, y por impulsos magnéticos y por descargas eléctricas, crecientes según mi rebeldía y oposición, y su implacable marcaje es asfixiante, agobiante, de pesadilla y yo no he hecho nada y maldita cosa que si pudiera te aplastaba pero bien.