Una mujer da a luz a un bebé, inmediatamente el bebé recibe unos cachetes para hacerle llorar y comprobar que vive, hasta aquí todo normal; Pero resulta que el recién nacido es un esclavo, y esa etiqueta la llevará fatídicamente hasta su muerte.
Por eso a su lado hay siempre un capataz, con un pequeño látigo, que lo azota inmisericorde cada pocos minutos. Lo golpea mientras toma el pecho de su madre (que también es esclava y también recibe resignada sus correspondientes latigazos), lo golpea cuando duerme, cuando llora, cuando gatea, cuando babea, cuando balbucea sus primeras palabras, cuando aprende a andar, cuando se baña en el Nilo, cuando hace sus necesidades, en resumen: siempre, a todas horas, constantemente.
Claro que, llevar a cabo esa permanente tortura, es un trabajo agotador, demasiado para un sólo hombre, por ello son varios los capataces que se encargan de moldear al esclavo por turnos.
El esclavo enseguida se acostumbra a vivir con ese dolor continuo, prescinde de gritar o llorar y con el tiempo incluso se olvida de sentir dolor, su cuerpo se vuelve sordo por dentro; Y, por supuesto, su mente no alberga idea alguna, ni buena ni mala, ni propia ni ajena. Sólo sabe que tiene que obedecer todo lo que le ordenen, nada más. No tiene voluntad ni puede llegar a imaginar nunca, ni remotamente, que exista cosa semejante.
Su trabajo comienza en cuanto tiene edad para tenerse en pie; Los capataces le mandan transportar y colocar alineados unos pequeños bloques de piedra que apenas puede arrastrar.
Conforme va creciendo le van aumentado el tamaño de los bloques, así, el esfuerzo es siempre el mismo: enorme, desproporcionado, inhumano.
Pasan varios años y, con los bloques desplazados, ya ha pavimentado un área cuadrada equivalente a cincuenta campos de fútbol juntos.
Entonces los capataces le ordenan que comience a apilar sobre esta base más bloques hasta llenar un área ligeramente menor que la primera. El esclavo no entiende qué finalidad tiene amontonar todas esas piedras en medio del desierto, pero tampoco se lo plantea, simplemente obedece.
Pasa así toda su infancia y su juventud, entonces llega una época donde algo raro le pasa, no logra concentrarse, no rinde bien.
Los capataces se percatan y modifican inesperadamente su rutina, un día llevan ante él a una esclava y los obligan a aparearse, a latigazos.
A partir de entonces el esclavo vuelve a trabajar bien, y de vez en cuando lo reúnen con la esclava, que pronto queda embarazada y tiene un hijo (que también será esclavo y que por supuesto ya recibe sus azotes).
Mientras tanto la obra continúa elevándose poco a poco, el esclavo arrastra decenas, centenares, miles, decenas de miles, cientos de miles de bloques, enormes, de piedra maciza. Sin descanso, cada día de su vida, desde que el Sol sale hasta que se pone, haga frío o calor, trabaja, trabaja, trabaja... como nadie lo ha hecho ni lo hará nunca, de una forma irracional, insensata, increíble; Una sola persona levanta de la nada el monumento más descomunal del mundo entero. A cambio de dedicar toda (absolutamente toda) su vida a ello. Claro que, no ha tenido opción, su destino ya estaba sentenciado antes de nacer siquiera.
Así pues todo se cumple según lo previsto, el esclavo envejece al mismo tiempo que la obra se aproxima a su fin, el último bloque es lentamente transportado, a lo largo de varias semanas, por un anciano moribundo, con los capataces a su espalda, azuzándolo, a latigazos, hasta alcanzar la cima y quedar completada la titánica construcción; Momento en el cual el esclavo exhala su último hálito de vida y fallece. Su cuerpo baja rodando hasta llegar a la arena del desierto que lo engulle con facilidad, haciéndolo desaparecer por completo, del mismo modo que son eliminados la esclava y su hijo (ya no son necesarios) y todo mísero rastro de la memoria de la existencia de ningún esclavo.
Sólo quedan los millones de toneladas de piedra reunidos, como testimonio, como cristalización del máximo sufrimiento y dolor experimentables por el ser humano, y el nombre del faraón que mandó construirla.