Vangó era un joven artista clásico y conservador, que veía cómo la degradación y la modernidad iban ganando terreno.
Esta cuestión llegó a inquietarle, hasta el punto de desanimarle en sus progresos. De pronto se quedaba ahí parado, frente al lienzo en blanco, con el pincel en la mano, sin saber qué hacer.
Se le iba el santo al cielo, su mente se distraía y se le escapaba la inspiración.
El joven Vangó deambulaba entonces solitario y melancólico por las calles de París, solitarias y melancólicas también, a pesar de la chusma y el gentío.
Sus pasos casi siempre terminaban en alguna galería herética y profana, uno de esos antros de perdición donde se exponían desvergonzadamente aquellas calamidades modernas, a la vista de cualquier fulano del tres al cuarto. Insólito, inaudito, increíble tamaña desfachatez.
Aquellas aberraciones con forma de cuadro, aquellos lienzos obscenos, ofendían y atentaban a la decencia y moral de la buena gente. Y esto no pasaba antes, cuando París era París y la pintura era, pues eso, pintura, lo que tiene que ser, y no esta sarta de patochadas esperpénticas que ni hay por dónde cogerlas.
Vangó se embelesaba aun así contemplando aquellos horrores, esas pesadillas cromáticas, de composiciones absurdas y grotescas. Pasaba horas y horas frente al cuadro que fuera, tratando de descifrar y comprender su sentido oculto, su razón y motivo de ser.
A veces se mareaba de tanto mirar semejante caos infernal. Era como someterse a una tortura desgarradora y trituradora, que le destrozara y arrancara las entrañas ahí mismo, en vivo y en directo, ante sus atónitos ojos. A menudo llegaba hasta la extenuación de su cuerpo. Terminaba en un estado de agotamiento tal, que pasaban semanas hasta que era capaz de levantarse de la cama de nuevo. Pero al pincel no lograba darle uso.
Poco a poco la vida de Vangó iba perdiendo tono y brío. La alegría le había abandonado discreta, silenciosamente, de a poquito, hasta llegar a como se encontraba ahora. Vacío y asolado.
Tenía abandonado su oficio, y no se explicaba por qué. No hacía sino malgastar su tiempo dando vueltas a aquel tonto enigma de la modernidad. Que a nadie más inquietara ni interesara.
El caso es que, en el fondo de su ser latía un deseo incomprensible, inconfesable, al que no se atrevía a asomarse ni darle forma.
Sólo barruntaba que tenía algo que ver con aquellas horrendas monstruosidades pictóricas.
Hasta que, un día, el velo se desprendió de sus ojos y vio. Vio lo que había estado buscando sin saberlo. Aquel misterio que le quitaba el apetito y el sueño. El secreto del arte moderno.
Tiene gracia, era de lo más obvio, tan obvio que hasta parecía tonto. Había estado siempre ahí, frente a sus narices, a la vista de todo el que tuviera ojos en la cara para ver.
Eran los marcos, y no otra cosa.
Los marcos, que eran de un clasicismo conservador de tal perfección que resultaba anonadante no haberse percatado antes. Esa era la fórmula, el ingrediente secreto que dignificaba aquellos groseros trazos estampados sobre tales desdichados burdos lienzos miserables, perpetrados por aquella horda salvaje de monos embriagados, bohemios y degenerados.
La maestría de aquellos marcos era tan sublime que elevaban a la categoría de arte cuanto enmarcaran, por abyecto y despreciable que fuera.
Y todos se debían a un mismo autor. Todos nacidos de las mismas manos, de la misma persona. Un artista, un genio, un maestro en su oficio, por más discreto y anónimo.
Vangó, tras mucho mirar y remirar aquellas obras de arte sublimes talladas en madera, aprendió a localizar la minúscula y secreta firma de su autor, el signo que le identificaba y autentificaba sus maravillosas creaciones.
El siguiente paso le llevó a indagar por los estudios y talleres de todo París, a la busca y captura de semejante portento fabuloso, milagroso, extraordinario, único, irrepetible, inimitable, incomparable.
Pero su paradero se resistía a desvelarse. Ni tan siquiera sabía su nombre. Y se trataba, tal vez, muy probablemente, casi seguro, a Vangó no le cabía duda al respecto, del más grande artista vivo de todos los tiempos. Un ser mítico, legendario, alucinante.
Ese gran hombre se las había ingeniado a la perfección para permanecer en la libertad del anonimato, al amparo de la discreción y el secretismo bien cultivados y conservados.
Mucho le costó a Vangó encontrar una mínima pista, tras consagrarle y dedicarle horas sin cuento ni desaliento. Eso le permitió tirar ligeramente del hilo, un rastro invisible, frágil y efímero cual tela de araña.
Así, estuvo a punto de alcanzar su objetivo, a un tris de encontrárselo, de cruzarse con él, de verlo y abordarlo.
Pero no lo quiso así su destino.
En cambio, justo en ese instante, se le interpuso otro desconocido bastante más aciago y caliginoso, para su desgracia. Aquel inoportuno era además el mayor liante, tirano y negrero. Tanto es así que, sin saber cómo ni por qué, sin comerlo ni beberlo, el estupefacto Vangó se vio embaucado en no sé qué historias con un contrato que le convertían en el acto, y hasta que su apoderado así lo decidiera, en vasallo, súbdito y esclavo de aquel sujeto. Y encima todo legal y voluntariamente, esto era lo más increíble de todo.
Vangó era incapaz de comprender ni desentrañar qué suerte, qué cebo, qué anzuelo, qué abracadabra, qué jugada, qué arte de birlibirloque, qué ardid, qué azagaña, como dicen los de allende, había resultado en aquel enredo.
Total, que estaba pillado y de qué manera. Atado de pies y manos al servicio de su amo, como quien dice. Y bueno, la tarea no se hizo esperar. Hubo de instalarse en un cuartucho de un taller, semiclandestino o por el estilo, donde su cometido era proporcionar diseños para tatuajes. Empresa aquella absurda, horrible y pesadillesca, pues chocaba con su personal sensibilidad y criterio artístico.
El tipo aquel le obligaba a crear escenas en un estilo muy totalmente ajeno, forzado y contrario al suyo propio. El muy ladino no le quitaba ojo de encima y se diría que disfrutaba secretamente con cada gesto de tormento y desespero del pobre Vangó.
Así pasaron los días, semanas, meses, y no sé si años también. Al final, el tiempo había hecho que ambos se adaptaran a sus respectivos papeles, que desempeñaban con razonable eficiencia. Aun así, el desdichado Vangó languidecía en su puesto de trabajo, pues no había logrado vencer su esfuerzo y padecimiento con que daba nacimiento a cada nueva imagen que se le demandaba.
Su más hondo criterio y fundamento no se habían modificado y en ello radicaba todo su tormento y sufrimiento. Era un traidor a sí mismo, pero un traidor consciente y renuente. En el fondo de su ser latía su credo clasicista y conservacionista. Y ardía en su propio infierno cada vez que su mano cometía aquellos trazos nítidos, pulcros y mínimos, aquellos colores planos, sin relación con la naturaleza.
Su dueño, su apoderado, descansaba siempre a su lado, no muy lejos, para no perderse ni una. No se le escapaba ni el menor detalle. Era un hacha, un águila, un lince. Siempre ojo avizor, yo creo que ni dormía el tío. Incansable en su supervisión, en su continuo exigir y azuzar, exprimiendo, espoleando a su esclavo para extraer de él su máximo rendimiento. Y de qué manera, qué eficacia, lo nunca visto.
Vangó, en su puro desquiciamiento y pesadilla, ya no sabía ni lo que hacía. Era como si su cuerpo trabajara y obedeciera de manera autónoma, al margen de su voluntad interior. Se sentía descarnado en vida, desposeído de sí mismo, alienado, extraviado, expulsado, desterrado, deslavazado, desechado.
Se descubría a sí mismo cometiendo ridículos actos de rebeldía, tontos detalles de lo más insignificantes, transgresiones del todo irrelevantes en sus, por lo demás excelentes, creaciones.
Detalles estos que no escapaban al atento escrutinio de su soberano y opresor, que, sin embargo, consentía y condescendía en tolerar, no sin dejar escapar algún que otro comentario acerado o crudo.
Cosas estas que no empañaban para nada la complicidad subyacente y tácita que el trato continuado y el paso del tiempo había creado entre ambos.
Vangó, aun bregando contra viento y marea en semejante odisea, no dejaba de sorprenderse a veces admirando el resultado de lo que nacía de sus manos. Y su explotador se complacía especialmente cuando descubría aquel pasmo o deleite inconfesables en los ojos de Vangó. Como si calladamente albergara a saber qué extraños proyectos o lecciones.
De esta tesitura, con esa melancolía cotidiana, ese tenue pesar cronificado, se iban desarrollando sus respectivas rutinas, y Vangó veía cómo su vida se apaciguaba, se adaptaba a su forzada servidumbre, con mansedumbre, con conformismo y desidia. Simplemente se dejaba llevar y ya. Se olvidaba de sí, de quién era, o había sido, de sus anhelos, proyectos y trayecto. Su sumisión era prácticamente perfecta y total.
Sin embargo, varios años más tarde, un día como otro cualquiera, quedó liberado de su contrato y cautiverio. Salió a la luz, pisó la calle por primera vez desde, según su parecer, eones.
Para entonces, mucho había cambiado todo, claro. Lo moderno se había impuesto definitivamente y lo clásico no era sino un vestigio arcaico, pretérito y obsoleto.
Vangó se sentía una reliquia anacrónica, un fósil viviente, el testigo de una era que a nada ni nadie interesaba ya en lo más mínimo.
Esto terminó de trastornar del todo su ya de por sí machacado entendimiento. Le produjo tal choque, angustia y ansiedad verse libre así, tan de repente, en un mundo tan ajeno y hostil, que ya no volvió a ser más el que era.
Pero su cuerpo llevaba mucho tiempo pudiendo más que él mismo, así que, su desquiciamiento mental, no representaba demasiada novedad ni diferencia. Simplemente podía más su hábito de crear, adquirido y arraigado en los años de su cautiverio.
Así pues, de sus manos siguieron naciendo indefinidamente obras y más obras. Obras que a nadie agradaban ni gustaban ya. Pues los modernos las aborrecían y despreciaban con toda su alma, y los clásicos, los pocos que aún quedaban, tampoco encontraban en ellas absolutamente nada de valor o consideración.
Su errática vida le había llevado, en una grotesca y anormal cabriola, de un extremo al otro, a tal punto que no entraba ni cabía en ningún lado, habido ni por haber.
Era un imposible, un descarriado insalvable, un marciano, un extraviado, una nulidad indescriptible, un enigma, un horror, un tormento, un espanto, una pesadilla, un dolor de muelas, un yo qué sé.
El pobre Vangó nunca encontró su lugar, la historia no sabía qué hacer con él, así que, simplemente, lo ignoraron y su obra se perdió en el olvido.
Lástima.
Le faltó concretarse en su tiempo.
Tal vez unos buenos marcos habrían bastado...