20 de diciembre de 2011
los tatuajes de Vangó
Vangó era un joven artista clásico y conservador, que veía cómo la degradación y la modernidad iban ganando terreno.
Esta cuestión llegó a inquietarle, hasta el punto de desanimarle en sus progresos. De pronto se quedaba ahí parado, frente al lienzo en blanco, con el pincel en la mano, sin saber qué hacer.
Se le iba el santo al cielo, su mente se distraía y se le escapaba la inspiración.
El joven Vangó deambulaba entonces solitario y melancólico por las calles de París, solitarias y melancólicas también, a pesar de la chusma y el gentío.
Sus pasos casi siempre terminaban en alguna galería herética y profana, uno de esos antros de perdición donde se exponían desvergonzadamente aquellas calamidades modernas, a la vista de cualquier fulano del tres al cuarto. Insólito, inaudito, increíble tamaña desfachatez.
Aquellas aberraciones con forma de cuadro, aquellos lienzos obscenos, ofendían y atentaban a la decencia y moral de la buena gente. Y esto no pasaba antes, cuando París era París y la pintura era, pues eso, pintura, lo que tiene que ser, y no esta sarta de patochadas esperpénticas que ni hay por dónde cogerlas.
Vangó se embelesaba aun así contemplando aquellos horrores, esas pesadillas cromáticas, de composiciones absurdas y grotescas. Pasaba horas y horas frente al cuadro que fuera, tratando de descifrar y comprender su sentido oculto, su razón y motivo de ser.
A veces se mareaba de tanto mirar semejante caos infernal. Era como someterse a una tortura desgarradora y trituradora, que le destrozara y arrancara las entrañas ahí mismo, en vivo y en directo, ante sus atónitos ojos. A menudo llegaba hasta la extenuación de su cuerpo. Terminaba en un estado de agotamiento tal, que pasaban semanas hasta que era capaz de levantarse de la cama de nuevo. Pero al pincel no lograba darle uso.
Poco a poco la vida de Vangó iba perdiendo tono y brío. La alegría le había abandonado discreta, silenciosamente, de a poquito, hasta llegar a como se encontraba ahora. Vacío y asolado.
Tenía abandonado su oficio, y no se explicaba por qué. No hacía sino malgastar su tiempo dando vueltas a aquel tonto enigma de la modernidad. Que a nadie más inquietara ni interesara.
El caso es que, en el fondo de su ser latía un deseo incomprensible, inconfesable, al que no se atrevía a asomarse ni darle forma.
Sólo barruntaba que tenía algo que ver con aquellas horrendas monstruosidades pictóricas.
Hasta que, un día, el velo se desprendió de sus ojos y vio. Vio lo que había estado buscando sin saberlo. Aquel misterio que le quitaba el apetito y el sueño. El secreto del arte moderno.
Tiene gracia, era de lo más obvio, tan obvio que hasta parecía tonto. Había estado siempre ahí, frente a sus narices, a la vista de todo el que tuviera ojos en la cara para ver.
Eran los marcos, y no otra cosa.
Los marcos, que eran de un clasicismo conservador de tal perfección que resultaba anonadante no haberse percatado antes. Esa era la fórmula, el ingrediente secreto que dignificaba aquellos groseros trazos estampados sobre tales desdichados burdos lienzos miserables, perpetrados por aquella horda salvaje de monos embriagados, bohemios y degenerados.
La maestría de aquellos marcos era tan sublime que elevaban a la categoría de arte cuanto enmarcaran, por abyecto y despreciable que fuera.
Y todos se debían a un mismo autor. Todos nacidos de las mismas manos, de la misma persona. Un artista, un genio, un maestro en su oficio, por más discreto y anónimo.
Vangó, tras mucho mirar y remirar aquellas obras de arte sublimes talladas en madera, aprendió a localizar la minúscula y secreta firma de su autor, el signo que le identificaba y autentificaba sus maravillosas creaciones.
El siguiente paso le llevó a indagar por los estudios y talleres de todo París, a la busca y captura de semejante portento fabuloso, milagroso, extraordinario, único, irrepetible, inimitable, incomparable.
Pero su paradero se resistía a desvelarse. Ni tan siquiera sabía su nombre. Y se trataba, tal vez, muy probablemente, casi seguro, a Vangó no le cabía duda al respecto, del más grande artista vivo de todos los tiempos. Un ser mítico, legendario, alucinante.
Ese gran hombre se las había ingeniado a la perfección para permanecer en la libertad del anonimato, al amparo de la discreción y el secretismo bien cultivados y conservados.
Mucho le costó a Vangó encontrar una mínima pista, tras consagrarle y dedicarle horas sin cuento ni desaliento. Eso le permitió tirar ligeramente del hilo, un rastro invisible, frágil y efímero cual tela de araña.
Así, estuvo a punto de alcanzar su objetivo, a un tris de encontrárselo, de cruzarse con él, de verlo y abordarlo.
Pero no lo quiso así su destino.
En cambio, justo en ese instante, se le interpuso otro desconocido bastante más aciago y caliginoso, para su desgracia. Aquel inoportuno era además el mayor liante, tirano y negrero. Tanto es así que, sin saber cómo ni por qué, sin comerlo ni beberlo, el estupefacto Vangó se vio embaucado en no sé qué historias con un contrato que le convertían en el acto, y hasta que su apoderado así lo decidiera, en vasallo, súbdito y esclavo de aquel sujeto. Y encima todo legal y voluntariamente, esto era lo más increíble de todo.
Vangó era incapaz de comprender ni desentrañar qué suerte, qué cebo, qué anzuelo, qué abracadabra, qué jugada, qué arte de birlibirloque, qué ardid, qué azagaña, como dicen los de allende, había resultado en aquel enredo.
Total, que estaba pillado y de qué manera. Atado de pies y manos al servicio de su amo, como quien dice. Y bueno, la tarea no se hizo esperar. Hubo de instalarse en un cuartucho de un taller, semiclandestino o por el estilo, donde su cometido era proporcionar diseños para tatuajes. Empresa aquella absurda, horrible y pesadillesca, pues chocaba con su personal sensibilidad y criterio artístico.
El tipo aquel le obligaba a crear escenas en un estilo muy totalmente ajeno, forzado y contrario al suyo propio. El muy ladino no le quitaba ojo de encima y se diría que disfrutaba secretamente con cada gesto de tormento y desespero del pobre Vangó.
Así pasaron los días, semanas, meses, y no sé si años también. Al final, el tiempo había hecho que ambos se adaptaran a sus respectivos papeles, que desempeñaban con razonable eficiencia. Aun así, el desdichado Vangó languidecía en su puesto de trabajo, pues no había logrado vencer su esfuerzo y padecimiento con que daba nacimiento a cada nueva imagen que se le demandaba.
Su más hondo criterio y fundamento no se habían modificado y en ello radicaba todo su tormento y sufrimiento. Era un traidor a sí mismo, pero un traidor consciente y renuente. En el fondo de su ser latía su credo clasicista y conservacionista. Y ardía en su propio infierno cada vez que su mano cometía aquellos trazos nítidos, pulcros y mínimos, aquellos colores planos, sin relación con la naturaleza.
Su dueño, su apoderado, descansaba siempre a su lado, no muy lejos, para no perderse ni una. No se le escapaba ni el menor detalle. Era un hacha, un águila, un lince. Siempre ojo avizor, yo creo que ni dormía el tío. Incansable en su supervisión, en su continuo exigir y azuzar, exprimiendo, espoleando a su esclavo para extraer de él su máximo rendimiento. Y de qué manera, qué eficacia, lo nunca visto.
Vangó, en su puro desquiciamiento y pesadilla, ya no sabía ni lo que hacía. Era como si su cuerpo trabajara y obedeciera de manera autónoma, al margen de su voluntad interior. Se sentía descarnado en vida, desposeído de sí mismo, alienado, extraviado, expulsado, desterrado, deslavazado, desechado.
Se descubría a sí mismo cometiendo ridículos actos de rebeldía, tontos detalles de lo más insignificantes, transgresiones del todo irrelevantes en sus, por lo demás excelentes, creaciones.
Detalles estos que no escapaban al atento escrutinio de su soberano y opresor, que, sin embargo, consentía y condescendía en tolerar, no sin dejar escapar algún que otro comentario acerado o crudo.
Cosas estas que no empañaban para nada la complicidad subyacente y tácita que el trato continuado y el paso del tiempo había creado entre ambos.
Vangó, aun bregando contra viento y marea en semejante odisea, no dejaba de sorprenderse a veces admirando el resultado de lo que nacía de sus manos. Y su explotador se complacía especialmente cuando descubría aquel pasmo o deleite inconfesables en los ojos de Vangó. Como si calladamente albergara a saber qué extraños proyectos o lecciones.
De esta tesitura, con esa melancolía cotidiana, ese tenue pesar cronificado, se iban desarrollando sus respectivas rutinas, y Vangó veía cómo su vida se apaciguaba, se adaptaba a su forzada servidumbre, con mansedumbre, con conformismo y desidia. Simplemente se dejaba llevar y ya. Se olvidaba de sí, de quién era, o había sido, de sus anhelos, proyectos y trayecto. Su sumisión era prácticamente perfecta y total.
Sin embargo, varios años más tarde, un día como otro cualquiera, quedó liberado de su contrato y cautiverio. Salió a la luz, pisó la calle por primera vez desde, según su parecer, eones.
Para entonces, mucho había cambiado todo, claro. Lo moderno se había impuesto definitivamente y lo clásico no era sino un vestigio arcaico, pretérito y obsoleto.
Vangó se sentía una reliquia anacrónica, un fósil viviente, el testigo de una era que a nada ni nadie interesaba ya en lo más mínimo.
Esto terminó de trastornar del todo su ya de por sí machacado entendimiento. Le produjo tal choque, angustia y ansiedad verse libre así, tan de repente, en un mundo tan ajeno y hostil, que ya no volvió a ser más el que era.
Pero su cuerpo llevaba mucho tiempo pudiendo más que él mismo, así que, su desquiciamiento mental, no representaba demasiada novedad ni diferencia. Simplemente podía más su hábito de crear, adquirido y arraigado en los años de su cautiverio.
Así pues, de sus manos siguieron naciendo indefinidamente obras y más obras. Obras que a nadie agradaban ni gustaban ya. Pues los modernos las aborrecían y despreciaban con toda su alma, y los clásicos, los pocos que aún quedaban, tampoco encontraban en ellas absolutamente nada de valor o consideración.
Su errática vida le había llevado, en una grotesca y anormal cabriola, de un extremo al otro, a tal punto que no entraba ni cabía en ningún lado, habido ni por haber.
Era un imposible, un descarriado insalvable, un marciano, un extraviado, una nulidad indescriptible, un enigma, un horror, un tormento, un espanto, una pesadilla, un dolor de muelas, un yo qué sé.
El pobre Vangó nunca encontró su lugar, la historia no sabía qué hacer con él, así que, simplemente, lo ignoraron y su obra se perdió en el olvido.
Lástima.
Le faltó concretarse en su tiempo.
Tal vez unos buenos marcos habrían bastado...
Esta cuestión llegó a inquietarle, hasta el punto de desanimarle en sus progresos. De pronto se quedaba ahí parado, frente al lienzo en blanco, con el pincel en la mano, sin saber qué hacer.
Se le iba el santo al cielo, su mente se distraía y se le escapaba la inspiración.
El joven Vangó deambulaba entonces solitario y melancólico por las calles de París, solitarias y melancólicas también, a pesar de la chusma y el gentío.
Sus pasos casi siempre terminaban en alguna galería herética y profana, uno de esos antros de perdición donde se exponían desvergonzadamente aquellas calamidades modernas, a la vista de cualquier fulano del tres al cuarto. Insólito, inaudito, increíble tamaña desfachatez.
Aquellas aberraciones con forma de cuadro, aquellos lienzos obscenos, ofendían y atentaban a la decencia y moral de la buena gente. Y esto no pasaba antes, cuando París era París y la pintura era, pues eso, pintura, lo que tiene que ser, y no esta sarta de patochadas esperpénticas que ni hay por dónde cogerlas.
Vangó se embelesaba aun así contemplando aquellos horrores, esas pesadillas cromáticas, de composiciones absurdas y grotescas. Pasaba horas y horas frente al cuadro que fuera, tratando de descifrar y comprender su sentido oculto, su razón y motivo de ser.
A veces se mareaba de tanto mirar semejante caos infernal. Era como someterse a una tortura desgarradora y trituradora, que le destrozara y arrancara las entrañas ahí mismo, en vivo y en directo, ante sus atónitos ojos. A menudo llegaba hasta la extenuación de su cuerpo. Terminaba en un estado de agotamiento tal, que pasaban semanas hasta que era capaz de levantarse de la cama de nuevo. Pero al pincel no lograba darle uso.
Poco a poco la vida de Vangó iba perdiendo tono y brío. La alegría le había abandonado discreta, silenciosamente, de a poquito, hasta llegar a como se encontraba ahora. Vacío y asolado.
Tenía abandonado su oficio, y no se explicaba por qué. No hacía sino malgastar su tiempo dando vueltas a aquel tonto enigma de la modernidad. Que a nadie más inquietara ni interesara.
El caso es que, en el fondo de su ser latía un deseo incomprensible, inconfesable, al que no se atrevía a asomarse ni darle forma.
Sólo barruntaba que tenía algo que ver con aquellas horrendas monstruosidades pictóricas.
Hasta que, un día, el velo se desprendió de sus ojos y vio. Vio lo que había estado buscando sin saberlo. Aquel misterio que le quitaba el apetito y el sueño. El secreto del arte moderno.
Tiene gracia, era de lo más obvio, tan obvio que hasta parecía tonto. Había estado siempre ahí, frente a sus narices, a la vista de todo el que tuviera ojos en la cara para ver.
Eran los marcos, y no otra cosa.
Los marcos, que eran de un clasicismo conservador de tal perfección que resultaba anonadante no haberse percatado antes. Esa era la fórmula, el ingrediente secreto que dignificaba aquellos groseros trazos estampados sobre tales desdichados burdos lienzos miserables, perpetrados por aquella horda salvaje de monos embriagados, bohemios y degenerados.
La maestría de aquellos marcos era tan sublime que elevaban a la categoría de arte cuanto enmarcaran, por abyecto y despreciable que fuera.
Y todos se debían a un mismo autor. Todos nacidos de las mismas manos, de la misma persona. Un artista, un genio, un maestro en su oficio, por más discreto y anónimo.
Vangó, tras mucho mirar y remirar aquellas obras de arte sublimes talladas en madera, aprendió a localizar la minúscula y secreta firma de su autor, el signo que le identificaba y autentificaba sus maravillosas creaciones.
El siguiente paso le llevó a indagar por los estudios y talleres de todo París, a la busca y captura de semejante portento fabuloso, milagroso, extraordinario, único, irrepetible, inimitable, incomparable.
Pero su paradero se resistía a desvelarse. Ni tan siquiera sabía su nombre. Y se trataba, tal vez, muy probablemente, casi seguro, a Vangó no le cabía duda al respecto, del más grande artista vivo de todos los tiempos. Un ser mítico, legendario, alucinante.
Ese gran hombre se las había ingeniado a la perfección para permanecer en la libertad del anonimato, al amparo de la discreción y el secretismo bien cultivados y conservados.
Mucho le costó a Vangó encontrar una mínima pista, tras consagrarle y dedicarle horas sin cuento ni desaliento. Eso le permitió tirar ligeramente del hilo, un rastro invisible, frágil y efímero cual tela de araña.
Así, estuvo a punto de alcanzar su objetivo, a un tris de encontrárselo, de cruzarse con él, de verlo y abordarlo.
Pero no lo quiso así su destino.
En cambio, justo en ese instante, se le interpuso otro desconocido bastante más aciago y caliginoso, para su desgracia. Aquel inoportuno era además el mayor liante, tirano y negrero. Tanto es así que, sin saber cómo ni por qué, sin comerlo ni beberlo, el estupefacto Vangó se vio embaucado en no sé qué historias con un contrato que le convertían en el acto, y hasta que su apoderado así lo decidiera, en vasallo, súbdito y esclavo de aquel sujeto. Y encima todo legal y voluntariamente, esto era lo más increíble de todo.
Vangó era incapaz de comprender ni desentrañar qué suerte, qué cebo, qué anzuelo, qué abracadabra, qué jugada, qué arte de birlibirloque, qué ardid, qué azagaña, como dicen los de allende, había resultado en aquel enredo.
Total, que estaba pillado y de qué manera. Atado de pies y manos al servicio de su amo, como quien dice. Y bueno, la tarea no se hizo esperar. Hubo de instalarse en un cuartucho de un taller, semiclandestino o por el estilo, donde su cometido era proporcionar diseños para tatuajes. Empresa aquella absurda, horrible y pesadillesca, pues chocaba con su personal sensibilidad y criterio artístico.
El tipo aquel le obligaba a crear escenas en un estilo muy totalmente ajeno, forzado y contrario al suyo propio. El muy ladino no le quitaba ojo de encima y se diría que disfrutaba secretamente con cada gesto de tormento y desespero del pobre Vangó.
Así pasaron los días, semanas, meses, y no sé si años también. Al final, el tiempo había hecho que ambos se adaptaran a sus respectivos papeles, que desempeñaban con razonable eficiencia. Aun así, el desdichado Vangó languidecía en su puesto de trabajo, pues no había logrado vencer su esfuerzo y padecimiento con que daba nacimiento a cada nueva imagen que se le demandaba.
Su más hondo criterio y fundamento no se habían modificado y en ello radicaba todo su tormento y sufrimiento. Era un traidor a sí mismo, pero un traidor consciente y renuente. En el fondo de su ser latía su credo clasicista y conservacionista. Y ardía en su propio infierno cada vez que su mano cometía aquellos trazos nítidos, pulcros y mínimos, aquellos colores planos, sin relación con la naturaleza.
Su dueño, su apoderado, descansaba siempre a su lado, no muy lejos, para no perderse ni una. No se le escapaba ni el menor detalle. Era un hacha, un águila, un lince. Siempre ojo avizor, yo creo que ni dormía el tío. Incansable en su supervisión, en su continuo exigir y azuzar, exprimiendo, espoleando a su esclavo para extraer de él su máximo rendimiento. Y de qué manera, qué eficacia, lo nunca visto.
Vangó, en su puro desquiciamiento y pesadilla, ya no sabía ni lo que hacía. Era como si su cuerpo trabajara y obedeciera de manera autónoma, al margen de su voluntad interior. Se sentía descarnado en vida, desposeído de sí mismo, alienado, extraviado, expulsado, desterrado, deslavazado, desechado.
Se descubría a sí mismo cometiendo ridículos actos de rebeldía, tontos detalles de lo más insignificantes, transgresiones del todo irrelevantes en sus, por lo demás excelentes, creaciones.
Detalles estos que no escapaban al atento escrutinio de su soberano y opresor, que, sin embargo, consentía y condescendía en tolerar, no sin dejar escapar algún que otro comentario acerado o crudo.
Cosas estas que no empañaban para nada la complicidad subyacente y tácita que el trato continuado y el paso del tiempo había creado entre ambos.
Vangó, aun bregando contra viento y marea en semejante odisea, no dejaba de sorprenderse a veces admirando el resultado de lo que nacía de sus manos. Y su explotador se complacía especialmente cuando descubría aquel pasmo o deleite inconfesables en los ojos de Vangó. Como si calladamente albergara a saber qué extraños proyectos o lecciones.
De esta tesitura, con esa melancolía cotidiana, ese tenue pesar cronificado, se iban desarrollando sus respectivas rutinas, y Vangó veía cómo su vida se apaciguaba, se adaptaba a su forzada servidumbre, con mansedumbre, con conformismo y desidia. Simplemente se dejaba llevar y ya. Se olvidaba de sí, de quién era, o había sido, de sus anhelos, proyectos y trayecto. Su sumisión era prácticamente perfecta y total.
Sin embargo, varios años más tarde, un día como otro cualquiera, quedó liberado de su contrato y cautiverio. Salió a la luz, pisó la calle por primera vez desde, según su parecer, eones.
Para entonces, mucho había cambiado todo, claro. Lo moderno se había impuesto definitivamente y lo clásico no era sino un vestigio arcaico, pretérito y obsoleto.
Vangó se sentía una reliquia anacrónica, un fósil viviente, el testigo de una era que a nada ni nadie interesaba ya en lo más mínimo.
Esto terminó de trastornar del todo su ya de por sí machacado entendimiento. Le produjo tal choque, angustia y ansiedad verse libre así, tan de repente, en un mundo tan ajeno y hostil, que ya no volvió a ser más el que era.
Pero su cuerpo llevaba mucho tiempo pudiendo más que él mismo, así que, su desquiciamiento mental, no representaba demasiada novedad ni diferencia. Simplemente podía más su hábito de crear, adquirido y arraigado en los años de su cautiverio.
Así pues, de sus manos siguieron naciendo indefinidamente obras y más obras. Obras que a nadie agradaban ni gustaban ya. Pues los modernos las aborrecían y despreciaban con toda su alma, y los clásicos, los pocos que aún quedaban, tampoco encontraban en ellas absolutamente nada de valor o consideración.
Su errática vida le había llevado, en una grotesca y anormal cabriola, de un extremo al otro, a tal punto que no entraba ni cabía en ningún lado, habido ni por haber.
Era un imposible, un descarriado insalvable, un marciano, un extraviado, una nulidad indescriptible, un enigma, un horror, un tormento, un espanto, una pesadilla, un dolor de muelas, un yo qué sé.
El pobre Vangó nunca encontró su lugar, la historia no sabía qué hacer con él, así que, simplemente, lo ignoraron y su obra se perdió en el olvido.
Lástima.
Le faltó concretarse en su tiempo.
Tal vez unos buenos marcos habrían bastado...
el hombre cebra
En las noches de luna intermitente... Un hombre muda su aspecto y se convierte en... El Hombre Cebra!
El Hombre Cebra es una criatura temible que... Bueno, bien mirado da bastante pena, la verdad. Pero fíjate tú qué pintas me lleva el tío. Jopé, si es que esto no es serio, así no hay manera, que te lo digo yo.
En fin, prosigamos. A ver, qué vamos a hacer si no. Cuenta la leyenda que, una noche de estas de luna parpadeante, estaba el guarda del zoológico haciendo su ronda habitual, cuando, de repente, sin avisar ni nada, que menudo susto le dio al pobre, asomó la cabeza una cebra por entre las rejas de su jaula y se puso a lametonearle la mano al asustado guarda.
La cebra se ve que tenía insomnio y estaba trastornada por eso de la luna enciende y apaga que te enciende y apaga, sin pausa ni descanso. Qué culpa va a tener la pobre, y quién no se alteraría con algo así, a ver. Si es que, mira que se les avisó y requeteavisó a los científicos, que dejaran en paz a la luna, que no les había hecho nada, que no se sabía lo que podría pasar si le hacían algo así, y tal y que cual. Pero nada, ni caso tú. Los tíos ahí todo emperrados en probar su experimento. Y mira que es tonto el invento, manda narices. A quién se le ocurre, vamos.
Y ya lo estás viendo, estas son las consecuencias, esto es lo que pasa por dejarles hacer y deshacer a sus anchas, que digo yo que ya vale con la tontería, que ya la broma se pasa de mala un rato. A saber qué horrores nos esperan y aguardan como sigamos a merced del capricho de estos papanatas descerebrados, que es que no se les puede llamar otra cosa. Menudos pirados, tanto inventito y tanto librito para acabar más mal de la azotea que para qué.
Si es que, así nos va. Y bien merecido que lo tenemos, oye. Ahí manga ancha, venga carta blanca sin talento y ellos hala a liarla y pifiarla a lo grande. Claro, si es que encima aún les animan a superarse y todo. Madre mía. Si está más claro que el agua que estos no carburan bien de la sesera, que tienen el tarro averiado, que te lo digo yo. Y más nos valdría atarlos bien corto, porque como sigamos así no sé dónde vamos a ir a parar con sus locuras. Están hechos unos destalentados de aquí te espero, de mucho cuidado, pero que mucho. Ojito con ellos. No te puedes fiar ni un pelo. O si no ya lo ves, no ganamos para disgustos, qué ruina y qué desastre. Al loro con estos, tú hazme caso.
En fin, a lo que iba, el caso es que algo le debió de pegar la cebra al guarda y ya lo ves al desdichado, pobre diablo, qué triste estampa.
Al tío este, cada noche le entra un nosequé-queseyó y se transforma en esta aberración de la naturaleza, en esta ridícula y absurda criatura, que ni da miedo ni nada, más bien todo lo contrario.
Ahí tan peludito y a rayas, con esa cara de equináceo, como dicen los de allende, que no se la aguanta. Y encima se pone a ramonear en el césped, y como mucho de vez en cuando suelta algún relincho o como se diga el sonido ese que hacen las cebras.
Penoso, ya lo ves. No vale ni como leyenda. Eso no es maldición ni es nada. A ver qué haces con algo así, si es que no da ni para un cuento. Lo cuentas y quedas como un pardillo de primera, patético. Y como esto siga así yo es que dimito, vamos. Quién me mandaría a mí. Hazte narrador, hazte, que es mu bonito. Sí, tu tía, con esta basura de material a ver qué vas a hacer. Menudo primo. Me ha tocado la china pero bien. Anda que, si lo sé... Asco de oficio. Leches.
En fin, a ver si termino ya y me voy para casa a hacer algo de provecho. Mejor que esto cualquier cosa. Qué manera de perder el tiempo. Señor.
Pues eso, que ya verás tú lo que tardan los del zoológico en convertirlo en reclamo de feria en cuanto lo descubran. Y si al menos vale para hacer caja, pues aún tira que te va, ya puede darse con un canto en los dientes el tío, que menudo panorama se le presenta.
Y es que al final todo se reduce a esto, al pecunio. Y ya que San Corrupto Salvador no se digna a sacarnos de la crisis, pues algo hay que hacer. Que aquí el que no corre vuela, y si no te sacas las castañas del fuego vas tú listo. Sí, miau! Aviados estamos, vamos. Anda que, vaya plan que tenemos...
Dan ganas de que te chupe una cabra, digo una cebra, o lo que sea, ya no sé ni lo que me hablo, qué más da, y a la porra con todo. Hala, a hacer gárgaras. A tomar el viento fresco, que es gratis.
De momento.
El Hombre Cebra es una criatura temible que... Bueno, bien mirado da bastante pena, la verdad. Pero fíjate tú qué pintas me lleva el tío. Jopé, si es que esto no es serio, así no hay manera, que te lo digo yo.
En fin, prosigamos. A ver, qué vamos a hacer si no. Cuenta la leyenda que, una noche de estas de luna parpadeante, estaba el guarda del zoológico haciendo su ronda habitual, cuando, de repente, sin avisar ni nada, que menudo susto le dio al pobre, asomó la cabeza una cebra por entre las rejas de su jaula y se puso a lametonearle la mano al asustado guarda.
La cebra se ve que tenía insomnio y estaba trastornada por eso de la luna enciende y apaga que te enciende y apaga, sin pausa ni descanso. Qué culpa va a tener la pobre, y quién no se alteraría con algo así, a ver. Si es que, mira que se les avisó y requeteavisó a los científicos, que dejaran en paz a la luna, que no les había hecho nada, que no se sabía lo que podría pasar si le hacían algo así, y tal y que cual. Pero nada, ni caso tú. Los tíos ahí todo emperrados en probar su experimento. Y mira que es tonto el invento, manda narices. A quién se le ocurre, vamos.
Y ya lo estás viendo, estas son las consecuencias, esto es lo que pasa por dejarles hacer y deshacer a sus anchas, que digo yo que ya vale con la tontería, que ya la broma se pasa de mala un rato. A saber qué horrores nos esperan y aguardan como sigamos a merced del capricho de estos papanatas descerebrados, que es que no se les puede llamar otra cosa. Menudos pirados, tanto inventito y tanto librito para acabar más mal de la azotea que para qué.
Si es que, así nos va. Y bien merecido que lo tenemos, oye. Ahí manga ancha, venga carta blanca sin talento y ellos hala a liarla y pifiarla a lo grande. Claro, si es que encima aún les animan a superarse y todo. Madre mía. Si está más claro que el agua que estos no carburan bien de la sesera, que tienen el tarro averiado, que te lo digo yo. Y más nos valdría atarlos bien corto, porque como sigamos así no sé dónde vamos a ir a parar con sus locuras. Están hechos unos destalentados de aquí te espero, de mucho cuidado, pero que mucho. Ojito con ellos. No te puedes fiar ni un pelo. O si no ya lo ves, no ganamos para disgustos, qué ruina y qué desastre. Al loro con estos, tú hazme caso.
En fin, a lo que iba, el caso es que algo le debió de pegar la cebra al guarda y ya lo ves al desdichado, pobre diablo, qué triste estampa.
Al tío este, cada noche le entra un nosequé-queseyó y se transforma en esta aberración de la naturaleza, en esta ridícula y absurda criatura, que ni da miedo ni nada, más bien todo lo contrario.
Ahí tan peludito y a rayas, con esa cara de equináceo, como dicen los de allende, que no se la aguanta. Y encima se pone a ramonear en el césped, y como mucho de vez en cuando suelta algún relincho o como se diga el sonido ese que hacen las cebras.
Penoso, ya lo ves. No vale ni como leyenda. Eso no es maldición ni es nada. A ver qué haces con algo así, si es que no da ni para un cuento. Lo cuentas y quedas como un pardillo de primera, patético. Y como esto siga así yo es que dimito, vamos. Quién me mandaría a mí. Hazte narrador, hazte, que es mu bonito. Sí, tu tía, con esta basura de material a ver qué vas a hacer. Menudo primo. Me ha tocado la china pero bien. Anda que, si lo sé... Asco de oficio. Leches.
En fin, a ver si termino ya y me voy para casa a hacer algo de provecho. Mejor que esto cualquier cosa. Qué manera de perder el tiempo. Señor.
Pues eso, que ya verás tú lo que tardan los del zoológico en convertirlo en reclamo de feria en cuanto lo descubran. Y si al menos vale para hacer caja, pues aún tira que te va, ya puede darse con un canto en los dientes el tío, que menudo panorama se le presenta.
Y es que al final todo se reduce a esto, al pecunio. Y ya que San Corrupto Salvador no se digna a sacarnos de la crisis, pues algo hay que hacer. Que aquí el que no corre vuela, y si no te sacas las castañas del fuego vas tú listo. Sí, miau! Aviados estamos, vamos. Anda que, vaya plan que tenemos...
Dan ganas de que te chupe una cabra, digo una cebra, o lo que sea, ya no sé ni lo que me hablo, qué más da, y a la porra con todo. Hala, a hacer gárgaras. A tomar el viento fresco, que es gratis.
De momento.
chica-ángel-robot
Ella es un ángel que ha sido asignada como ángel de la guarda de él. Así, desde que nace, él se ve envuelto y amparado en todo momento por ella. Pero no se da cuenta. Por varias ocasiones ha salido milagrosamente intacto de serios percances. Él lo atribuye esto a la suerte.
Ella está completamente entregada a su tarea, desempeña su función primorosamente, amorosamente.
Tanto es así que no tarda en sentirse cada vez más identificada con su protegido. Poco a poco, la energía que compone su ser angelical se va asimilando a la de él. Se va conformando y condensando a la manera de un humano.
Ella se convierte en un guante que encaja a la perfección con él.
Con el paso del tiempo, él se va interesando cada vez más en el campo de la robótica. Desea dominar la materia, crear vida artificial. Tal es su pasión que está dispuesto a vender su alma al diablo a cambio de alcanzar su objetivo.
No hace falta llegar a ese extremo, ella se presta generosamente a echarle una manita. Él experimenta con su propio cuerpo. Sustituye algunas partes por implantes robóticos. A cada parte que modifica se produce un trueque con su ángel. Ella toma posesión de la parte espiritual sustraída, y al mismo tiempo le entrega parte de su propio ser angélico en sustitución.
Quedan así ligados y entretejidos en una unidad indisoluble.
Sin esa intervención, los injertos de él serían totalmente inservibles.
Curiosamente, las partes de él que han pasado a formar parte de ella tienen también forma robótica, con lo cual, se mantiene entre ambos un cierto equilibrio estético, por así decirlo.
A base de plena dedicación y afecto, ella aprende a materializarse fugazmente ante él. Él sabe entonces que cuenta con una aliada poderosa. Esto le anima a emprender su más ambiciosa empresa.
Empresa que conlleva indecible padecimiento y horror para el resto de la humanidad.
Nada de esto afecta ni incumbe a ella. Toda circunstancia o consecuencia es insignificante, irrelevante. Ella vive por y para alentar y estimular la plena realización de su ser tutelado, sea esta la que tenga que ser.
Sin embargo, su total implicación le lleva a un excesivo apego y cercanía, con lo cual deja de ver el conjunto de la trayectoria vital de él. Diríamos que, por integración con el viviente, se desconecta de la fuente eterna, pierde así buena parte de sus facultades inherentes a su naturaleza etérea. Ahora no dispone de más información que la que tiene el propio encarnado.
Esto supone un serio inconveniente, pues deja de poder encaminar adecuadamente los pasos de él. Así, quedan ambos un poco a la merced de los acontecimientos. Él no deja de notar esto, pues se descubre por primera vez perdido y a la deriva, sin tener claro el camino a seguir.
Estando así las cosas, a él le nace en el fondo se su ser una irritación, un enojo, una repulsa hacia esa aliada permanente, que ha dejado de serle útil en ese sentido tan decisivo.
Ahora su presencia se le hace pesada, cargante, agobiante.
Ella comprende su deseo y se esfuerza por mostrarse lo más distante posible, lo más corpórea y humana que puede.
Así entablan varias conversaciones, tratando de dilucidar el camino a seguir y el vínculo a mantener. Ella es clara en su declaración, su amor hacia él es genuino, auténtico, inextinguible. Todo cuanto ha hecho es prueba indudable de ello. Y nada puede cambiar ya esta realidad.
A él le sobrepasa con mucho todo eso, no acierta a saber qué responder ni qué querer. Esto es perfectamente coherente con su condición de humano.
La última conversación la tienen mientras él hace cola en una carnicería. A todo esto, entre ambos está naciendo un nuevo ser etérico, fruto de su mutuo amor y reconocimiento. Sin embargo, cuando ella le hace notar esto, él se siente expuesto, invadido, ofendido y aniquila ese proyecto de descendiente.
Luego sale de la carnicería, se arroja frente a un vehículo que pasa y se quita la vida. Se produce un accidente en cadena. Por primera vez ella experimenta empatía y preocupación hacia los demás. Síntoma de que ya es casi humana.
Llega la policía, se suceden varias situaciones de máxima tensión y peligro para la integridad de ella y varios testigos más. Ella empieza a distraerse con cosas banales, un móvil, un anuncio en una valla publicitaria, etc.
Sin darse cuenta lleva ya bastante rato materializada y corre el riesgo de quedarse atrapada en este estado. Luego se percata y retorna de nuevo a la fuente eterna.
Allí negocia para ir en busca de su amado. Se le concede su deseo. Vuelve a la tierra, esta vez perfectamente viviente y encarnada.
Su cuerpo sigue siendo el mismo. Con alguna particularidad.
Las partes robóticas ahora le resultan pesadas y rudimentarias. Han desaparecido las alas de su espalda. Sin embargo, el ala izquierda, ahora totalmente robótica, ocupa el lugar de su brazo izquierdo, con lo cual, es como si portara una especie de escudo metálico extraño y articulado.
Es de noche. Se encuentra en una estación ferroviaria, vacía, silenciosa, solitaria. Le embarga el asombro y la inquietud al observar todos los detalles que le son completamente desconocidos.
Un interfono que churrusca, como dicen los de allende,
un pulsador de función insospechada, cualquier mínima cosa le sobresalta, le aturde, le acongoja. Tal vez el plano físico es más crudo y oscuro de lo que se había pensado.
Le va a llevar su tiempo familiarizarse con este mundo. Toda la experiencia mientras velaba por él no le sirve, pues, ahora se le hace más que patente, nada ajeno a él le llegaba ni se le quedaba.
Ahora lo que cuenta es que está aquí, y en condiciones para realizar su anhelo. Si bien el reto es considerable, pues todo lo que sabe es que él acaba de reencarnar de nuevo.
Pasarán años hasta que él crezca de nuevo y madure lo suficiente como para que sus corazones se llamen desde la distancia y se entrecrucen sus destinos.
Mientras tanto, ella tendrá que cuidarse de conservar su propia vida y mantenerse sin deteriorarse demasiado.
No alberga ni la más microscópica brizna de duda sobre que su corazón cumplirá su objetivo.
Ella está completamente entregada a su tarea, desempeña su función primorosamente, amorosamente.
Tanto es así que no tarda en sentirse cada vez más identificada con su protegido. Poco a poco, la energía que compone su ser angelical se va asimilando a la de él. Se va conformando y condensando a la manera de un humano.
Ella se convierte en un guante que encaja a la perfección con él.
Con el paso del tiempo, él se va interesando cada vez más en el campo de la robótica. Desea dominar la materia, crear vida artificial. Tal es su pasión que está dispuesto a vender su alma al diablo a cambio de alcanzar su objetivo.
No hace falta llegar a ese extremo, ella se presta generosamente a echarle una manita. Él experimenta con su propio cuerpo. Sustituye algunas partes por implantes robóticos. A cada parte que modifica se produce un trueque con su ángel. Ella toma posesión de la parte espiritual sustraída, y al mismo tiempo le entrega parte de su propio ser angélico en sustitución.
Quedan así ligados y entretejidos en una unidad indisoluble.
Sin esa intervención, los injertos de él serían totalmente inservibles.
Curiosamente, las partes de él que han pasado a formar parte de ella tienen también forma robótica, con lo cual, se mantiene entre ambos un cierto equilibrio estético, por así decirlo.
A base de plena dedicación y afecto, ella aprende a materializarse fugazmente ante él. Él sabe entonces que cuenta con una aliada poderosa. Esto le anima a emprender su más ambiciosa empresa.
Empresa que conlleva indecible padecimiento y horror para el resto de la humanidad.
Nada de esto afecta ni incumbe a ella. Toda circunstancia o consecuencia es insignificante, irrelevante. Ella vive por y para alentar y estimular la plena realización de su ser tutelado, sea esta la que tenga que ser.
Sin embargo, su total implicación le lleva a un excesivo apego y cercanía, con lo cual deja de ver el conjunto de la trayectoria vital de él. Diríamos que, por integración con el viviente, se desconecta de la fuente eterna, pierde así buena parte de sus facultades inherentes a su naturaleza etérea. Ahora no dispone de más información que la que tiene el propio encarnado.
Esto supone un serio inconveniente, pues deja de poder encaminar adecuadamente los pasos de él. Así, quedan ambos un poco a la merced de los acontecimientos. Él no deja de notar esto, pues se descubre por primera vez perdido y a la deriva, sin tener claro el camino a seguir.
Estando así las cosas, a él le nace en el fondo se su ser una irritación, un enojo, una repulsa hacia esa aliada permanente, que ha dejado de serle útil en ese sentido tan decisivo.
Ahora su presencia se le hace pesada, cargante, agobiante.
Ella comprende su deseo y se esfuerza por mostrarse lo más distante posible, lo más corpórea y humana que puede.
Así entablan varias conversaciones, tratando de dilucidar el camino a seguir y el vínculo a mantener. Ella es clara en su declaración, su amor hacia él es genuino, auténtico, inextinguible. Todo cuanto ha hecho es prueba indudable de ello. Y nada puede cambiar ya esta realidad.
A él le sobrepasa con mucho todo eso, no acierta a saber qué responder ni qué querer. Esto es perfectamente coherente con su condición de humano.
La última conversación la tienen mientras él hace cola en una carnicería. A todo esto, entre ambos está naciendo un nuevo ser etérico, fruto de su mutuo amor y reconocimiento. Sin embargo, cuando ella le hace notar esto, él se siente expuesto, invadido, ofendido y aniquila ese proyecto de descendiente.
Luego sale de la carnicería, se arroja frente a un vehículo que pasa y se quita la vida. Se produce un accidente en cadena. Por primera vez ella experimenta empatía y preocupación hacia los demás. Síntoma de que ya es casi humana.
Llega la policía, se suceden varias situaciones de máxima tensión y peligro para la integridad de ella y varios testigos más. Ella empieza a distraerse con cosas banales, un móvil, un anuncio en una valla publicitaria, etc.
Sin darse cuenta lleva ya bastante rato materializada y corre el riesgo de quedarse atrapada en este estado. Luego se percata y retorna de nuevo a la fuente eterna.
Allí negocia para ir en busca de su amado. Se le concede su deseo. Vuelve a la tierra, esta vez perfectamente viviente y encarnada.
Su cuerpo sigue siendo el mismo. Con alguna particularidad.
Las partes robóticas ahora le resultan pesadas y rudimentarias. Han desaparecido las alas de su espalda. Sin embargo, el ala izquierda, ahora totalmente robótica, ocupa el lugar de su brazo izquierdo, con lo cual, es como si portara una especie de escudo metálico extraño y articulado.
Es de noche. Se encuentra en una estación ferroviaria, vacía, silenciosa, solitaria. Le embarga el asombro y la inquietud al observar todos los detalles que le son completamente desconocidos.
Un interfono que churrusca, como dicen los de allende,
un pulsador de función insospechada, cualquier mínima cosa le sobresalta, le aturde, le acongoja. Tal vez el plano físico es más crudo y oscuro de lo que se había pensado.
Le va a llevar su tiempo familiarizarse con este mundo. Toda la experiencia mientras velaba por él no le sirve, pues, ahora se le hace más que patente, nada ajeno a él le llegaba ni se le quedaba.
Ahora lo que cuenta es que está aquí, y en condiciones para realizar su anhelo. Si bien el reto es considerable, pues todo lo que sabe es que él acaba de reencarnar de nuevo.
Pasarán años hasta que él crezca de nuevo y madure lo suficiente como para que sus corazones se llamen desde la distancia y se entrecrucen sus destinos.
Mientras tanto, ella tendrá que cuidarse de conservar su propia vida y mantenerse sin deteriorarse demasiado.
No alberga ni la más microscópica brizna de duda sobre que su corazón cumplirá su objetivo.
amables
Es de noche, desciendo por el aire con un paracaídas orientable. Me siguen otros compañeros igualmente equipados. Nos aproximamos a un estadio olímpico vacío.
Al acercarnos al suelo, vemos que el contorno que separa las gradas del terreno de juego es una amplia franja abierta, hacia la que nos dirigimos y por la que descendemos a otro espacio, desconocido y oscuro, que se extiende bajo el falso suelo del estadio.
Ahora caemos como ralentizados, como si el aire o su densidad se viera alterado o modificado en su naturaleza convencional. De hecho nuestros propios cuerpos comienzan a experimentar extrañas distorsiones, elongaciones y tremolaciones, cual si fueran meras llamas flamígeras a merced de las corrientes.
Tras este breve trance, extraño y desorientador, aterrizamos finalmente sobre campo abierto, en un mundo nuevo o ajeno. Donde luce el sol y somos recibidos cálida y afectuosamente por un grupo de pobladores allí presentes. Personas luminosas, de cabellos albos, ataviados con sencillas vestimentas níveas, igual de radiantes.
Ya desde el primer instante, nos sentimos plenamente acogidos y reconocidos. Participamos igualmente de su misma capacidad de comprensión global, más allá de las palabras. De esta forma, me doy cuenta de que todos brillamos, y cada uno en su propia intensidad.
Es más, me percato de que, aquellos que más intensamente brillan, son los que más ternura y aprecio despiertan e inspiran, ya que, tal intensidad, está correlacionada con la brevedad de sus propias vidas. A mayor luminosidad menor longevidad.
Y este detalle, de esta escena onírica, me da pie a diversas reflexiones, que trataré de exponer a continuación, con la mejor fortuna que me sea posible.
Para mí, la escena describe un tránsito hacia otra dimensión más elevada. Y bien curioso es que se encuentre bajo tierra.
Se trataría de la inmediatamente siguiente a la nuestra. Si nosotros estamos en la tercera, esta sería la cuarta. Si tengo que definir ese mundo con una palabra esta es 'amable'. El amor, que tan tenue y escaso se da aquí, allí es pleno y constante. Al mismo tiempo, o tal vez precisamente a causa de ello, o viceversa, existe una unión total de todo lo existente y viviente, que viene a ser lo mismo.
Hay que entenderlo bien esto.
La realidad es una y la misma, pero desde cada dimensión se ve y experimenta de maneras muy distintas. Nuestra conciencia empieza y termina en nosotros mismos, sin embargo, el amor nos permite reconocer y considerar lo que nos rodea, empatizar, conectar levemente.
Se ha de recalcar esto. El plano de existencia, la dimensión, se debe o deriva de nuestro estado y nivel de consciencia. Ya en otra ocasión se ha comentado que el amor también se relaciona con la conciencia. Así, tenemos un muy interesante triángulo indivisible: Amor, consciencia y realidad. Tríada que viene a representar la naturaleza de la vida en su esencia más pura. No hay que caer pues en el error de considerar tales atributos como si fueran partes independientes y aisladas. Son facetas, indefinibles fuera del ser al que pertenecen. Incomprensibles aisladamente, inaprensibles separadamente.
Cómo medir el amor? Cómo examinar la consciencia? Cómo valorar la realidad? Caminos traicioneros a la que perdamos de vista el todo.
Cuando el ser va cobrando plena consciencia, va expandiendo su capacidad de amar e identificarse con lo otro. Así se eleva, trasciende y accede a la siguiente dimensión. Son como las capas de una cebolla. A cada paso te liberas más y se incrementa tu conexión y comprensión. Las capas densas se caracterizan por su dificultad, por su poder de arrastre, confusión y separación.
No hay ser más triste, perdido y ofuscado que aquél que se vivencia solo, ajeno, separado, en un mundo inerte, producto del caos, sin esperanza ni sentido alguno.
Así pues, la tercera dimensión acarrea una serie de consecuencias interesantes. El tiempo es una de ellas. Es una ilusión, que se debe única y exclusivamente a la corporalidad y densidad de la materia en este plano. Lo que vivenciamos es una especie de hilación, construcción, discurso, necesarios para desenvolvernos en este plano tangible.
Es extraño y enrevesado de comprender. Evidentemente los procesos siguen su curso, y los contemplamos en su ciclo y movimiento. Pero lo que no vemos es la totalidad. Nos falta la noción adimensional. Ver más allá de lo aparente y su flujo.
Otra consecuencia es el ego. La materia da lugar al tiempo, y el tiempo da lugar a la identidad. Nos formamos y sentimos como entes concretos y diferenciados, constantes y estables en el espaciotiempo.
Hay que remarcarlo, la propia configuración y diseño de esta tercera dimensión hace que la vida se dé en forma de narración lineal. La conciencia se vivencia en, y a través de, esa materialidad definida. Entonces, el ser consciente de sí, tiene la opción de experimentar con su envoltorio, sus límites y lo que le rodea. Según se realice, esa exploración le permitirá crecer en una dirección o en otra. Lo que llamamos bien y mal se derivaría de esto, más o menos.
Piénsalo, cuando la conciencia y el amor comprenden y abarcan la totalidad, la identidad cobra una relevancia más sutil y discreta, ya que no hay parte que puedas considerar como ajena o despreciable. No hay razón para el egoísmo, no hay lugar para el miedo. El discurso cronológico también se diluye, o más bien se expande y ramifica, se reconfigura, ya que se vive, de forma permanente, en el presente absoluto, con todo su potencial y alcance. No hay pues episodicidad inconexa, ya que los eventos se perciben de manera completa, patente y perdurable.
Cuando el ser habita tal dimensión, no precisa de la palabra, no al menos con el mismo uso y propósito que el que aquí se le da, principalmente. Pues, en nuestro caso, nos servimos de ella como herramienta de intelección y procesamiento, ya que nos es un valioso y poderoso apoyo a la hora de estudiar y asimilar cada suceso o elemento. Sin embargo, allí el conocimiento late ya en uno, forma parte del ser, es un conocimiento presente, disponible, inmediato. Cada detalle se presenta cargado de pleno sentido y significado y despierta la atención y reacción, puntuales y exactas, que requiere y precisa. La palabra pasa de pre a post condición, principalmente. Podríamos decir.
Date cuenta, pensamos para aprender y conocer, para interpretar, identificar y asimilar lo ajeno. Cosa muy necesaria en una dimensión material, de límites concretos y definidos. No precisamos aplicar tal herramienta sobre aquello que ya hemos integrado o nos viene dado por naturaleza. Sería superfluo y redundante. Agotador y absurdo. Como enumerar a cada momento cada proceso biológico interno tuyo.
Imagínatelo, un ser que para existir dependiera de la exhaustiva y minuciosa verbalización de todos y cada uno de sus procesos constitutivos. Ahora los pulmones toman aire, ahora el corazón late, ahora la sangre circula, ahora el glóbulo dos millones setecientos seis mil cuatro deposita su carga de oxígeno, ahora tal músculo se contrae, ahora mi mente articula la 'o' para decir 'ahora', etc.
Una tortura infinita.
Esto evidencia la imposibilidad de suplantar o emular a la vida en igualdad de condiciones en su naturaleza y papel.
Pero no nos vayamos por esas ramas, de momento. A lo que iba es, que nuestra lucidez o consciencia tiene un alcance específico y definido, una horquilla práctica y funcional que nos permite desenvolvernos óptima y plenamente. Su exceso o defecto nos supondría un problema adaptativo considerable. Sin embargo, no se trata de una cualidad estática, se modifica progresivamente, en un sentido o en otro, según el contexto, la circunstancia o el uso que se le dé.
Dada la complejidad de todo el entramado de la vida, los cambios requieren su proceso, laborioso y delicado. La variabilidad y plasticidad son enormes. Y la capacidad explorativa del ser le puede llevar casi tan lejos como se atreva, dentro de un orden. Los experimentos bruscos no suelen resultar demasiado bien. De sólido a gaseoso sin pasar por los intermedios, volatilización instantánea. Puf, adiós muy buenas. No parece el camino más acertado.
Los problemas aparecen cuando el ser se alinea con la vida de manera disfuncional. Habitualmente por miedo, que confunde y ofusca, que fuerza una gestión errónea de nuestro potencial y recursos, que estorba y distorsiona nuestro trayecto. Y así luce el mundo como luce, hecho un asquito.
El miedo también es una consecuencia indirecta de la densidad o pesantez de esta dimensión. La aparente disociación de los elementos que componen la naturaleza, según el plano de consciencia desde el que se mire, deviene en una comprensión parcial, insuficiente y equívoca. Así: Separatismo, ombliguismo, cientifismo, etc.
Sólo el alienado, el enajenado, puede atentar contra sí mismo, desdeñando lo que él cree o considera como ajeno y extraño. Por eso esta dimensión nuestra es un lugar tan entretenido y divertido, lleno de dificultades y retos sin cuento, para que no nos falte ocasión ni tormento para nuestro crecimiento, jeje.
Aun cuando no lo sepamos apreciar o comprender, cada nivel tiene su fundamento y pertinencia necesarios, su virtud y función, siendo tal y como es. La vida no se prodiga en despropósitos ni insensateces precisamente, eso es tan sólo el reflejo de nuestra propia ignorancia, nada más.
Podemos ver esta dimensión como un campo de pruebas, un laboratorio, donde experimentar con el ser y forjar su desarrollo. De las demás dimensiones poco o nada acertaríamos a decir, y sería un error de bulto el entrar a compararlas o considerarlas desde nuestra escasa y limitada perspectiva y conocimiento actual.
Por eso la esperanza de una transformación radical y total de la tercera dimensión no está del todo bien fundada. Hay unas limitaciones intrínsecas a su propio material y corporalidad. Las pretensiones se han de ajustar más adecuadamente, con un conocimiento más calibrado y profundo, más sopesado y reposado, más cauto y sensato.
Aun así, siempre hay un generoso y amplio margen de acción. Cada nivel admite infinitas variaciones y gradaciones en su calidad vibracional y plasmación formal. Para nosotros, sólo dar un pasito hacia arriba ya supone un cambio enorme. Y lo mismo hacia abajo. Cielo e infierno están en nuestra mano. Y hay espacio para vivenciarlo todo.
Por eso hay gente que decide probar a ver qué pasa si hago tal o cual cosa. Hasta dónde puedo llegar. Si hay límite o no hay fondo para el daño y el horror, etc.
El mal tendría algo que ver con eso, aunque parecería más adecuado y conveniente considerar la cuestión como fuerzas que apuntan en direcciones opuestas. Diferencias de criterio, en suma. Pero, a la postre, el resultado se debe más bien al equilibrio de tales contrarios u opuestos.
En un sistema de ejes no hay polo bueno ni malo. Lo que hay es una escenificación de tensiones que conforman y configuran el conjunto. Y diay ya, tira a ver si lo arreglas, que igual se puede y todo, jeje.
Lo curioso son los procesos colectivos. Sólo aquí cabe el engaño, la mentira, la manipulación, el parasitismo. Nada de eso se puede dar en la cuarta dimensión. No al menos en grado tan marcado y descarado.
Cuando un sujeto decide disociarse del todo y obrar de forma aislada o desconsiderada, se le reconoce su derecho a tal y se le deja hacer, de tal forma que la consecuencia no tarda en llegar.
Quien desasiste su sustento cesa en su existencia. Quien reduce su vibración desciende de dimensión. No hay daños a terceros, el individuo alienado carece del poder suficiente como para afectar al todo y a sus habitantes. Es lo que tiene conectar con la fuente. Nadie se lleva a equívoco ni engaño, nada se pierde ni aliena. No hay posibilidad de subterfugio, embaucamiento, eclipse, substracción, espejismo ni triquiñuelas ni zarandajas de esas.
No hay escondrijo, ni escapatoria, ni secretos.
Lo gracioso es que, desde aquí, nos pensamos que eso no nos alcanza, como si la ignorancia o la materia fueran escudos suficientes. Como si las orejeras del burro borraran el mundo.
Y ojo, que esto en parte también es verdad, al menos para la parte que lo vive directamente. Quien se niega a ver se vuelve ciego.
Pero el que ve no puede ser obnubilado. Así, la cuarta dimensión vee y lee en nosotros cual si libro abierto de par en par.
Sólo aquí, en lo denso, el ser alienado puede embaucar y arrastrar a suficientes sujetos como para imprimir una huella considerable. Sin embargo, el alcance sigue siendo meramente ilusorio. O, también hay que decirlo, tal vez nos falta mayor detenimiento y reflexión al respecto. Es muy posible que lo que nosotros consideramos como grave no lo sea tanto visto desde el conjunto, y al revés, mucho de lo que nos parece tonto o anecdótico puede ser al final serio de veras, como para arrepentirnos muy mucho luego.
En fin, sea como sea, la realidad, la verdad, la esencia, es inalterable, inaprensible, inmarcesible, indisociable. Y mientras no tengamos una criterio más refinado, una noción más aproximada sobre ella, transitamos por la existencia como si a ciegas, sin saber muy bien lo que hacemos, ni adónde vamos, ni cómo, ni por qué ni nada de nada.
Mientras, descuidamos el planeta y van proliferando los parásitos.
La plaga de chupópteros que nos dirige y estafa. Esa carroña que nace y muere en su propia miseria, arrastrando con ellos a todo el que se deja engañar.
Síntoma notorio y evidente de lo muy dormido y perdido que anda el personal. Ya lo dice la medicina, la de verdad, la clásica, no esta parodia grotesca que se hace llamar tal cosa hoy día. Pues eso, ya lo dice la medicina: El terreno lo es todo. Si prolifera el parasitismo, es que hemos descuidado nuestro equilibrio, hemos desatendido nuestros deberes y responsabilidades colectivos, para con la globalidad, la naturaleza, la vida.
Y claro que somos indignos, nos hemos llevado hasta esta degradación y deterioro, hasta esta desidia irreverente, hasta esta parodia de calamidad de escoria viviente. Si apenas hay cuatro bebitos que abren un poco los ojitos y protestan por la mierda en que chapoteamos. Los demás, a callar y a tragar, no sea que aun encima les pase algo peor. Y claro que cada vez es peor, más y más peor. Cada vez es mayor la inmundicia a soportar, la indecencia a tolerar, por sumisos y cobardes.
Si aguantan es que se les puede apretar aún más. Así que venga ahí a atornillar, que nadie se escape ni salve, más madera, que siga la juerga. Marica el último que palme.
Y bueno, devaneos aparte, también hay que decir que es importante no ver esto de las diferentes dimensiones en un sentido demasiado jerárquico. La paradoja de la vida es que todas las dimensiones se dan al mismo tiempo y en el mismo plano. Sería un error pensarlas como lugares ajenos y estancos. Más bien conviene entenderlo como partes integrantes de un mismo organismo. Partes que nos son más aparentes y accesibles, más inmediatas, y partes que nos quedan aún ocultas y desconocidas, más remotas.
Lo sutil forma parte de lo denso. Lo denso forma parte de lo sutil.
Podemos visualizarlo como una cascada de energías que se van organizando, unas dentro de otras, a partir de infinidad de ajustes y voluntades implicadas. Cuanto más se considera al respecto, más tremendo, enorme y sublime se aprecia esto. Universo es una palabra cuyo sentido apenas recién iniciamos a asomarnos a intuir.
Aun así, no hay que perderse demasiado con lo lejano. La clave está en comprender que cada elemento tiene igual importancia. Por eso se ha de vivir centrado en el ser y su condición y circunstancia presente, sin caer en ansias erróneas ni en complejos injustificados.
Otro detalle que hay que examinar del sueño ese, es el hecho de que los visitantes compartan las cualidades intrínsecas de la cuarta dimensión. Esto puede llevarnos a pensar que es el propio lugar el que activa y despliega ese tipo de propiedades en sus moradores, sin necesidad de que estos tengan que hacer nada. Sin embargo, hay que tener cuidado con esta idea. El lugar influye y propicia sólo en parte, el otro requisito imprescindible es que los moradores propendan, se adapten y amolden al nivel vibracional, a la modalidad existencial.
Qué es primero, el huevo o la gallina?
La cuarta dimensión existe gracias a sus pobladores, que la generan y mantienen con la suma de sus estados elevados de vibración?
O, sus pobladores disfrutan de la cuarta dimensión porque han sabido sintonizar, asimilarse a sus condiciones y habitarla, asumiendo sus beneficios y responsabilidades?
Las dos cosas pueden ser, según se mire. En lo que a nosotros respecta, ambas opciones requieren igual esfuerzo, dedicación, entrega, constancia y voluntad. El cielo no baja a la tierra por arte de magia. Hay que saber atraerlo, llamarlo, crearlo, generarlo. Sostenerlo, cuidarlo, gestionarlo.
De todas formas, el sueño sólo describe una impresión muy leve e imprecisa. Sin duda, lo que yo capto como compartir al instante las cualidades y capacidades de los pobladores es burdo y desacertado. Como comparar a un novato con un maestro en la materia. Sí, igual ambos acceden y disponen de la misma herramienta, pero el provecho, alcance y pericia son incomparables, de todo punto. Como una manopla de cocina a un guante de cirujano.
Por otra parte, la luminiscencia emanada, percibida en la cuarta dimensión, denota la capacidad de amar, la apertura y cercanía a la fuente. Esto está relacionado con nuestro sentido de la belleza.
Por qué un bebé nos resulta instintivamente atractivo y hermoso?
Por su perfección y equilibrio, o lo que es lo mismo, su cercanía a la fuente de la que proviene. El bebé es amor puro, sin mácula, sin discurso, ni reservas, ni condiciones. Carece de filtros, compuertas, defensas. Mana luz y la vida le irá enseñando a proteger y contener en parte eso, a base de golpes y sinsabores.
Esta es una diferencia clave de nuestra dimensión. La materia da pie al dolor. Y el dolor da pie al miedo. Y eso nos va alejando de la esencia. Es un ciclo muy eficaz. Me distraigo, me hiero, me duelo, me resiento, me cierro, me traumo, me quejo, me victimizo, me egotizo, como dicen los de allende, me desquicio, etc.
El ciclo de la vida nos ha de llevar, supuestamente, de retorno a la fuente, sin embargo, es raro transitar por este plano y quedar incólume, de ahí que, durante nuestra existencia, la belleza emanante irá variando, mutando, brillando de formas más difusas o dispares, según nuestro tino y acierto. Ya se dice, que el amor ilumina, y, que el endemoniado muda espantosamente de aspecto. Bien se ve que fondo y superficie van siempre de la mano.
Sin embargo, esto de la belleza también tiene capas, y nosotros, aquí, apreciamos un nivel muy básico, apenas lo mero aparente y poco más. Pero allí se aprecia bastante más, muchos más matices y significados sutiles y tal. Por eso captan la calidad vibracional, la peculiaridad particular, el carácter, la personalidad, la intensidad y cercanía a la fuente, la longevidad, etc.
Además, no hay necesidad de juicios valorativos, la subjetividad se da de una manera leve y discreta, consciente y moderada, respetuosa, educada, considerada, hasta un grado solemne y exquisito, para nada comparable a lo que por aquí abunda y se acostumbra.
Se ha de apreciar esta cuestión de la sutileza. Una dimensión mayor implica eso, un grado de acción más atento y cuidadoso. Una sensibilidad de más amplio alcance y discernimiento. Un respeto más considerado y delicado.
No es gratuito que así sea. Una mayor conexión con el todo implica necesariamente mayor responsabilidad y más amplio ámbito de trabajo. El volumen de información, y su minuciosidad y profundidad que tal dimensión conlleva, es tal que ni somos capaz de imaginarnos. Suficiente para enloquecernos al instante.
Esto nos lleva a la dificultad de interrelación entre dimensiones. La diferencia hace que exista una barrera de protección. Una tensión superficial que mantiene a salvo ambas sustancias. Y los asomos son de cuidado.
El efecto ocasionado es diferente. Uno de la cuarta puede tener más habilidad o soltura a la hora de entablar un breve encuentro. Pero algunas reacciones de uno de la tercera le pueden ser aun así tremendamente desconcertantes o hasta traumatizantes. Simplemente hay incompatibilidades que son muy difíciles de salvar o sortear. Tan sencillo y peligroso como una reacción química. Lo que se gana, lo que se pierde y lo que supone peligro de muerte.
Un breve encuentro entre seres de diferentes dimensiones puede implicar y ocasionar hondo trastorno. Puede inspirar pasmo o pavor, como lo de los ovnis y tal, o asombro y entrega desmedidos, como en las apariciones marianas.
La aparición mariana da una buena idea de un ser de la cuarta dimensión. La devoción que despierta es natural, se debe a su propia constitución. Su presencia irradia y emana eso que llamamos divinidad, misticismo, espiritualidad. No puede ser de otro modo, si tenemos en cuenta las cualidades de la dimensión de donde proviene y que le conforman.
La clave de esos episodios está en su fugacidad. La convivencia es impensable. Hay que comprender bien el asunto. Saber ser vecinos no invasivos.
La disposición no es casual.
Vamos a suponer que, efectivamente, la tierra es hueca y que en su interior vive esta gente en la cuarta dimensión, tan ricamente.
Ellos se nos aparecen en puntos estratégicos y nos piden levantar iglesias y tal. Seguramente ellos hacen lo propio por su lado. Así, entre ambos, construimos una red para una mejor receptividad vibracional de la tierra para su conexión con el universo.
La tierra a su vez es un ser vivo de orden superior que nos contiene a ambos. La tierra cuida y mantiene el orden necesario.
Es interesante entonces considerar más detenidamente estas dos caras del planeta y lo que implican. La cara interior establece el escenario ideal para esto que hemos llamado la cuarta dimensión. Fíjate bien: Día perpetuo, sol estático, central, clima perfecto, horizonte convergente. El paraíso terreno. La cara exterior, por contra: Oscuridad alternante, sol distante, errante, clima cambiante, horizonte divergente.
Lo del horizonte es importante. Ponele que somos unos alfileritos clavados en una esfera. El eje vertical ascendente de cada sujeto termina entonces en un punto distinto del firmamento. Sin embargo, por la cara interior de la esfera esto no es así, sino que todos confluyen en un mismo punto, el centro geométrico, ocupado por el sol central.
Si relacionamos esas dinámicas con el pensamiento, tenemos que un entorno produce una cultura individualista y la otra, globalista, por no llamarla comunista. La consecuencia es evidente. El individualismo deriva en deterioro y mala distribución de los recursos. El globalismo lleva a uniformidad y equilibrio en la gestión de los recursos.
Ya puestos, no me resisto a remitirme a un ocurrente diseño que ejemplifica sugerentemente esta psicodivergencia esfericopolivalente, dicho así en plan pedantesco, jeje (http://dersonydraws.blogspot.com/2010/10/todosuno.html).
Así y todo, son muchos otros los factores a tener en cuenta, igual de importantes o más. Así que se ha de tomar este esquema con la prudencia oportuna.
No es cuestión de liarse a la conquista de un entorno que no nos es debido ni adecuado. Ya que, si el interior se eyecta sobre el exterior, o el exterior se inyecta en el interior, tal vez cabría interpretarlo como una mala señal, síntoma de que el organismo superior ha cesado en sus funciones y está en proceso de descomposición, en cuyo caso, bien poco duraríamos, tanto los unos como los otros.
Se pueden dar otras opciones, pero te dejo que las imagines por tu cuenta.
Un choque así se podría comparar con la conquista de América, allá por el nosetantos y pico. Parecería que lo denso triunfa sobre lo elevado. Sería nefasto.
Claro que, no estamos hablando de meros humanos ligeramente avanzados.
A buen seguro, la barrera que protege y separa ambos mundos es tal que sólo se puede atravesar si se cumple la condición necesaria, a saber, vibrar en su misma escala. O al menos así se espera y desea, para el bien de todos.
Es por esto, cabe aventurar, que no habrá encuentro ni descubrimiento, más allá de los leves e indirectos atisbos acostumbrados o acordados, los mínimos imprescindibles, es de suponer, mientras nuestros caminos no se armonicen y confluyan en algún punto del proceso existencial.
Y bueno, no se me ocurre nada más por ahora.
Tan sólo señalar que esto apenas sería un asomo tosco y mínimo de todo el invento. Seguro que yerro en mucho, y más que habría que considerar, pero claro, para ello habría que saber de lo que se habla, y mucho me temo que no sea el caso, jeje.
Pero bueno, ahí queda eso, peores cosas se han visto y se verán, si no hay remedio.
Al acercarnos al suelo, vemos que el contorno que separa las gradas del terreno de juego es una amplia franja abierta, hacia la que nos dirigimos y por la que descendemos a otro espacio, desconocido y oscuro, que se extiende bajo el falso suelo del estadio.
Ahora caemos como ralentizados, como si el aire o su densidad se viera alterado o modificado en su naturaleza convencional. De hecho nuestros propios cuerpos comienzan a experimentar extrañas distorsiones, elongaciones y tremolaciones, cual si fueran meras llamas flamígeras a merced de las corrientes.
Tras este breve trance, extraño y desorientador, aterrizamos finalmente sobre campo abierto, en un mundo nuevo o ajeno. Donde luce el sol y somos recibidos cálida y afectuosamente por un grupo de pobladores allí presentes. Personas luminosas, de cabellos albos, ataviados con sencillas vestimentas níveas, igual de radiantes.
Ya desde el primer instante, nos sentimos plenamente acogidos y reconocidos. Participamos igualmente de su misma capacidad de comprensión global, más allá de las palabras. De esta forma, me doy cuenta de que todos brillamos, y cada uno en su propia intensidad.
Es más, me percato de que, aquellos que más intensamente brillan, son los que más ternura y aprecio despiertan e inspiran, ya que, tal intensidad, está correlacionada con la brevedad de sus propias vidas. A mayor luminosidad menor longevidad.
Y este detalle, de esta escena onírica, me da pie a diversas reflexiones, que trataré de exponer a continuación, con la mejor fortuna que me sea posible.
Para mí, la escena describe un tránsito hacia otra dimensión más elevada. Y bien curioso es que se encuentre bajo tierra.
Se trataría de la inmediatamente siguiente a la nuestra. Si nosotros estamos en la tercera, esta sería la cuarta. Si tengo que definir ese mundo con una palabra esta es 'amable'. El amor, que tan tenue y escaso se da aquí, allí es pleno y constante. Al mismo tiempo, o tal vez precisamente a causa de ello, o viceversa, existe una unión total de todo lo existente y viviente, que viene a ser lo mismo.
Hay que entenderlo bien esto.
La realidad es una y la misma, pero desde cada dimensión se ve y experimenta de maneras muy distintas. Nuestra conciencia empieza y termina en nosotros mismos, sin embargo, el amor nos permite reconocer y considerar lo que nos rodea, empatizar, conectar levemente.
Se ha de recalcar esto. El plano de existencia, la dimensión, se debe o deriva de nuestro estado y nivel de consciencia. Ya en otra ocasión se ha comentado que el amor también se relaciona con la conciencia. Así, tenemos un muy interesante triángulo indivisible: Amor, consciencia y realidad. Tríada que viene a representar la naturaleza de la vida en su esencia más pura. No hay que caer pues en el error de considerar tales atributos como si fueran partes independientes y aisladas. Son facetas, indefinibles fuera del ser al que pertenecen. Incomprensibles aisladamente, inaprensibles separadamente.
Cómo medir el amor? Cómo examinar la consciencia? Cómo valorar la realidad? Caminos traicioneros a la que perdamos de vista el todo.
Cuando el ser va cobrando plena consciencia, va expandiendo su capacidad de amar e identificarse con lo otro. Así se eleva, trasciende y accede a la siguiente dimensión. Son como las capas de una cebolla. A cada paso te liberas más y se incrementa tu conexión y comprensión. Las capas densas se caracterizan por su dificultad, por su poder de arrastre, confusión y separación.
No hay ser más triste, perdido y ofuscado que aquél que se vivencia solo, ajeno, separado, en un mundo inerte, producto del caos, sin esperanza ni sentido alguno.
Así pues, la tercera dimensión acarrea una serie de consecuencias interesantes. El tiempo es una de ellas. Es una ilusión, que se debe única y exclusivamente a la corporalidad y densidad de la materia en este plano. Lo que vivenciamos es una especie de hilación, construcción, discurso, necesarios para desenvolvernos en este plano tangible.
Es extraño y enrevesado de comprender. Evidentemente los procesos siguen su curso, y los contemplamos en su ciclo y movimiento. Pero lo que no vemos es la totalidad. Nos falta la noción adimensional. Ver más allá de lo aparente y su flujo.
Otra consecuencia es el ego. La materia da lugar al tiempo, y el tiempo da lugar a la identidad. Nos formamos y sentimos como entes concretos y diferenciados, constantes y estables en el espaciotiempo.
Hay que remarcarlo, la propia configuración y diseño de esta tercera dimensión hace que la vida se dé en forma de narración lineal. La conciencia se vivencia en, y a través de, esa materialidad definida. Entonces, el ser consciente de sí, tiene la opción de experimentar con su envoltorio, sus límites y lo que le rodea. Según se realice, esa exploración le permitirá crecer en una dirección o en otra. Lo que llamamos bien y mal se derivaría de esto, más o menos.
Piénsalo, cuando la conciencia y el amor comprenden y abarcan la totalidad, la identidad cobra una relevancia más sutil y discreta, ya que no hay parte que puedas considerar como ajena o despreciable. No hay razón para el egoísmo, no hay lugar para el miedo. El discurso cronológico también se diluye, o más bien se expande y ramifica, se reconfigura, ya que se vive, de forma permanente, en el presente absoluto, con todo su potencial y alcance. No hay pues episodicidad inconexa, ya que los eventos se perciben de manera completa, patente y perdurable.
Cuando el ser habita tal dimensión, no precisa de la palabra, no al menos con el mismo uso y propósito que el que aquí se le da, principalmente. Pues, en nuestro caso, nos servimos de ella como herramienta de intelección y procesamiento, ya que nos es un valioso y poderoso apoyo a la hora de estudiar y asimilar cada suceso o elemento. Sin embargo, allí el conocimiento late ya en uno, forma parte del ser, es un conocimiento presente, disponible, inmediato. Cada detalle se presenta cargado de pleno sentido y significado y despierta la atención y reacción, puntuales y exactas, que requiere y precisa. La palabra pasa de pre a post condición, principalmente. Podríamos decir.
Date cuenta, pensamos para aprender y conocer, para interpretar, identificar y asimilar lo ajeno. Cosa muy necesaria en una dimensión material, de límites concretos y definidos. No precisamos aplicar tal herramienta sobre aquello que ya hemos integrado o nos viene dado por naturaleza. Sería superfluo y redundante. Agotador y absurdo. Como enumerar a cada momento cada proceso biológico interno tuyo.
Imagínatelo, un ser que para existir dependiera de la exhaustiva y minuciosa verbalización de todos y cada uno de sus procesos constitutivos. Ahora los pulmones toman aire, ahora el corazón late, ahora la sangre circula, ahora el glóbulo dos millones setecientos seis mil cuatro deposita su carga de oxígeno, ahora tal músculo se contrae, ahora mi mente articula la 'o' para decir 'ahora', etc.
Una tortura infinita.
Esto evidencia la imposibilidad de suplantar o emular a la vida en igualdad de condiciones en su naturaleza y papel.
Pero no nos vayamos por esas ramas, de momento. A lo que iba es, que nuestra lucidez o consciencia tiene un alcance específico y definido, una horquilla práctica y funcional que nos permite desenvolvernos óptima y plenamente. Su exceso o defecto nos supondría un problema adaptativo considerable. Sin embargo, no se trata de una cualidad estática, se modifica progresivamente, en un sentido o en otro, según el contexto, la circunstancia o el uso que se le dé.
Dada la complejidad de todo el entramado de la vida, los cambios requieren su proceso, laborioso y delicado. La variabilidad y plasticidad son enormes. Y la capacidad explorativa del ser le puede llevar casi tan lejos como se atreva, dentro de un orden. Los experimentos bruscos no suelen resultar demasiado bien. De sólido a gaseoso sin pasar por los intermedios, volatilización instantánea. Puf, adiós muy buenas. No parece el camino más acertado.
Los problemas aparecen cuando el ser se alinea con la vida de manera disfuncional. Habitualmente por miedo, que confunde y ofusca, que fuerza una gestión errónea de nuestro potencial y recursos, que estorba y distorsiona nuestro trayecto. Y así luce el mundo como luce, hecho un asquito.
El miedo también es una consecuencia indirecta de la densidad o pesantez de esta dimensión. La aparente disociación de los elementos que componen la naturaleza, según el plano de consciencia desde el que se mire, deviene en una comprensión parcial, insuficiente y equívoca. Así: Separatismo, ombliguismo, cientifismo, etc.
Sólo el alienado, el enajenado, puede atentar contra sí mismo, desdeñando lo que él cree o considera como ajeno y extraño. Por eso esta dimensión nuestra es un lugar tan entretenido y divertido, lleno de dificultades y retos sin cuento, para que no nos falte ocasión ni tormento para nuestro crecimiento, jeje.
Aun cuando no lo sepamos apreciar o comprender, cada nivel tiene su fundamento y pertinencia necesarios, su virtud y función, siendo tal y como es. La vida no se prodiga en despropósitos ni insensateces precisamente, eso es tan sólo el reflejo de nuestra propia ignorancia, nada más.
Podemos ver esta dimensión como un campo de pruebas, un laboratorio, donde experimentar con el ser y forjar su desarrollo. De las demás dimensiones poco o nada acertaríamos a decir, y sería un error de bulto el entrar a compararlas o considerarlas desde nuestra escasa y limitada perspectiva y conocimiento actual.
Por eso la esperanza de una transformación radical y total de la tercera dimensión no está del todo bien fundada. Hay unas limitaciones intrínsecas a su propio material y corporalidad. Las pretensiones se han de ajustar más adecuadamente, con un conocimiento más calibrado y profundo, más sopesado y reposado, más cauto y sensato.
Aun así, siempre hay un generoso y amplio margen de acción. Cada nivel admite infinitas variaciones y gradaciones en su calidad vibracional y plasmación formal. Para nosotros, sólo dar un pasito hacia arriba ya supone un cambio enorme. Y lo mismo hacia abajo. Cielo e infierno están en nuestra mano. Y hay espacio para vivenciarlo todo.
Por eso hay gente que decide probar a ver qué pasa si hago tal o cual cosa. Hasta dónde puedo llegar. Si hay límite o no hay fondo para el daño y el horror, etc.
El mal tendría algo que ver con eso, aunque parecería más adecuado y conveniente considerar la cuestión como fuerzas que apuntan en direcciones opuestas. Diferencias de criterio, en suma. Pero, a la postre, el resultado se debe más bien al equilibrio de tales contrarios u opuestos.
En un sistema de ejes no hay polo bueno ni malo. Lo que hay es una escenificación de tensiones que conforman y configuran el conjunto. Y diay ya, tira a ver si lo arreglas, que igual se puede y todo, jeje.
Lo curioso son los procesos colectivos. Sólo aquí cabe el engaño, la mentira, la manipulación, el parasitismo. Nada de eso se puede dar en la cuarta dimensión. No al menos en grado tan marcado y descarado.
Cuando un sujeto decide disociarse del todo y obrar de forma aislada o desconsiderada, se le reconoce su derecho a tal y se le deja hacer, de tal forma que la consecuencia no tarda en llegar.
Quien desasiste su sustento cesa en su existencia. Quien reduce su vibración desciende de dimensión. No hay daños a terceros, el individuo alienado carece del poder suficiente como para afectar al todo y a sus habitantes. Es lo que tiene conectar con la fuente. Nadie se lleva a equívoco ni engaño, nada se pierde ni aliena. No hay posibilidad de subterfugio, embaucamiento, eclipse, substracción, espejismo ni triquiñuelas ni zarandajas de esas.
No hay escondrijo, ni escapatoria, ni secretos.
Lo gracioso es que, desde aquí, nos pensamos que eso no nos alcanza, como si la ignorancia o la materia fueran escudos suficientes. Como si las orejeras del burro borraran el mundo.
Y ojo, que esto en parte también es verdad, al menos para la parte que lo vive directamente. Quien se niega a ver se vuelve ciego.
Pero el que ve no puede ser obnubilado. Así, la cuarta dimensión vee y lee en nosotros cual si libro abierto de par en par.
Sólo aquí, en lo denso, el ser alienado puede embaucar y arrastrar a suficientes sujetos como para imprimir una huella considerable. Sin embargo, el alcance sigue siendo meramente ilusorio. O, también hay que decirlo, tal vez nos falta mayor detenimiento y reflexión al respecto. Es muy posible que lo que nosotros consideramos como grave no lo sea tanto visto desde el conjunto, y al revés, mucho de lo que nos parece tonto o anecdótico puede ser al final serio de veras, como para arrepentirnos muy mucho luego.
En fin, sea como sea, la realidad, la verdad, la esencia, es inalterable, inaprensible, inmarcesible, indisociable. Y mientras no tengamos una criterio más refinado, una noción más aproximada sobre ella, transitamos por la existencia como si a ciegas, sin saber muy bien lo que hacemos, ni adónde vamos, ni cómo, ni por qué ni nada de nada.
Mientras, descuidamos el planeta y van proliferando los parásitos.
La plaga de chupópteros que nos dirige y estafa. Esa carroña que nace y muere en su propia miseria, arrastrando con ellos a todo el que se deja engañar.
Síntoma notorio y evidente de lo muy dormido y perdido que anda el personal. Ya lo dice la medicina, la de verdad, la clásica, no esta parodia grotesca que se hace llamar tal cosa hoy día. Pues eso, ya lo dice la medicina: El terreno lo es todo. Si prolifera el parasitismo, es que hemos descuidado nuestro equilibrio, hemos desatendido nuestros deberes y responsabilidades colectivos, para con la globalidad, la naturaleza, la vida.
Y claro que somos indignos, nos hemos llevado hasta esta degradación y deterioro, hasta esta desidia irreverente, hasta esta parodia de calamidad de escoria viviente. Si apenas hay cuatro bebitos que abren un poco los ojitos y protestan por la mierda en que chapoteamos. Los demás, a callar y a tragar, no sea que aun encima les pase algo peor. Y claro que cada vez es peor, más y más peor. Cada vez es mayor la inmundicia a soportar, la indecencia a tolerar, por sumisos y cobardes.
Si aguantan es que se les puede apretar aún más. Así que venga ahí a atornillar, que nadie se escape ni salve, más madera, que siga la juerga. Marica el último que palme.
Y bueno, devaneos aparte, también hay que decir que es importante no ver esto de las diferentes dimensiones en un sentido demasiado jerárquico. La paradoja de la vida es que todas las dimensiones se dan al mismo tiempo y en el mismo plano. Sería un error pensarlas como lugares ajenos y estancos. Más bien conviene entenderlo como partes integrantes de un mismo organismo. Partes que nos son más aparentes y accesibles, más inmediatas, y partes que nos quedan aún ocultas y desconocidas, más remotas.
Lo sutil forma parte de lo denso. Lo denso forma parte de lo sutil.
Podemos visualizarlo como una cascada de energías que se van organizando, unas dentro de otras, a partir de infinidad de ajustes y voluntades implicadas. Cuanto más se considera al respecto, más tremendo, enorme y sublime se aprecia esto. Universo es una palabra cuyo sentido apenas recién iniciamos a asomarnos a intuir.
Aun así, no hay que perderse demasiado con lo lejano. La clave está en comprender que cada elemento tiene igual importancia. Por eso se ha de vivir centrado en el ser y su condición y circunstancia presente, sin caer en ansias erróneas ni en complejos injustificados.
Otro detalle que hay que examinar del sueño ese, es el hecho de que los visitantes compartan las cualidades intrínsecas de la cuarta dimensión. Esto puede llevarnos a pensar que es el propio lugar el que activa y despliega ese tipo de propiedades en sus moradores, sin necesidad de que estos tengan que hacer nada. Sin embargo, hay que tener cuidado con esta idea. El lugar influye y propicia sólo en parte, el otro requisito imprescindible es que los moradores propendan, se adapten y amolden al nivel vibracional, a la modalidad existencial.
Qué es primero, el huevo o la gallina?
La cuarta dimensión existe gracias a sus pobladores, que la generan y mantienen con la suma de sus estados elevados de vibración?
O, sus pobladores disfrutan de la cuarta dimensión porque han sabido sintonizar, asimilarse a sus condiciones y habitarla, asumiendo sus beneficios y responsabilidades?
Las dos cosas pueden ser, según se mire. En lo que a nosotros respecta, ambas opciones requieren igual esfuerzo, dedicación, entrega, constancia y voluntad. El cielo no baja a la tierra por arte de magia. Hay que saber atraerlo, llamarlo, crearlo, generarlo. Sostenerlo, cuidarlo, gestionarlo.
De todas formas, el sueño sólo describe una impresión muy leve e imprecisa. Sin duda, lo que yo capto como compartir al instante las cualidades y capacidades de los pobladores es burdo y desacertado. Como comparar a un novato con un maestro en la materia. Sí, igual ambos acceden y disponen de la misma herramienta, pero el provecho, alcance y pericia son incomparables, de todo punto. Como una manopla de cocina a un guante de cirujano.
Por otra parte, la luminiscencia emanada, percibida en la cuarta dimensión, denota la capacidad de amar, la apertura y cercanía a la fuente. Esto está relacionado con nuestro sentido de la belleza.
Por qué un bebé nos resulta instintivamente atractivo y hermoso?
Por su perfección y equilibrio, o lo que es lo mismo, su cercanía a la fuente de la que proviene. El bebé es amor puro, sin mácula, sin discurso, ni reservas, ni condiciones. Carece de filtros, compuertas, defensas. Mana luz y la vida le irá enseñando a proteger y contener en parte eso, a base de golpes y sinsabores.
Esta es una diferencia clave de nuestra dimensión. La materia da pie al dolor. Y el dolor da pie al miedo. Y eso nos va alejando de la esencia. Es un ciclo muy eficaz. Me distraigo, me hiero, me duelo, me resiento, me cierro, me traumo, me quejo, me victimizo, me egotizo, como dicen los de allende, me desquicio, etc.
El ciclo de la vida nos ha de llevar, supuestamente, de retorno a la fuente, sin embargo, es raro transitar por este plano y quedar incólume, de ahí que, durante nuestra existencia, la belleza emanante irá variando, mutando, brillando de formas más difusas o dispares, según nuestro tino y acierto. Ya se dice, que el amor ilumina, y, que el endemoniado muda espantosamente de aspecto. Bien se ve que fondo y superficie van siempre de la mano.
Sin embargo, esto de la belleza también tiene capas, y nosotros, aquí, apreciamos un nivel muy básico, apenas lo mero aparente y poco más. Pero allí se aprecia bastante más, muchos más matices y significados sutiles y tal. Por eso captan la calidad vibracional, la peculiaridad particular, el carácter, la personalidad, la intensidad y cercanía a la fuente, la longevidad, etc.
Además, no hay necesidad de juicios valorativos, la subjetividad se da de una manera leve y discreta, consciente y moderada, respetuosa, educada, considerada, hasta un grado solemne y exquisito, para nada comparable a lo que por aquí abunda y se acostumbra.
Se ha de apreciar esta cuestión de la sutileza. Una dimensión mayor implica eso, un grado de acción más atento y cuidadoso. Una sensibilidad de más amplio alcance y discernimiento. Un respeto más considerado y delicado.
No es gratuito que así sea. Una mayor conexión con el todo implica necesariamente mayor responsabilidad y más amplio ámbito de trabajo. El volumen de información, y su minuciosidad y profundidad que tal dimensión conlleva, es tal que ni somos capaz de imaginarnos. Suficiente para enloquecernos al instante.
Esto nos lleva a la dificultad de interrelación entre dimensiones. La diferencia hace que exista una barrera de protección. Una tensión superficial que mantiene a salvo ambas sustancias. Y los asomos son de cuidado.
El efecto ocasionado es diferente. Uno de la cuarta puede tener más habilidad o soltura a la hora de entablar un breve encuentro. Pero algunas reacciones de uno de la tercera le pueden ser aun así tremendamente desconcertantes o hasta traumatizantes. Simplemente hay incompatibilidades que son muy difíciles de salvar o sortear. Tan sencillo y peligroso como una reacción química. Lo que se gana, lo que se pierde y lo que supone peligro de muerte.
Un breve encuentro entre seres de diferentes dimensiones puede implicar y ocasionar hondo trastorno. Puede inspirar pasmo o pavor, como lo de los ovnis y tal, o asombro y entrega desmedidos, como en las apariciones marianas.
La aparición mariana da una buena idea de un ser de la cuarta dimensión. La devoción que despierta es natural, se debe a su propia constitución. Su presencia irradia y emana eso que llamamos divinidad, misticismo, espiritualidad. No puede ser de otro modo, si tenemos en cuenta las cualidades de la dimensión de donde proviene y que le conforman.
La clave de esos episodios está en su fugacidad. La convivencia es impensable. Hay que comprender bien el asunto. Saber ser vecinos no invasivos.
La disposición no es casual.
Vamos a suponer que, efectivamente, la tierra es hueca y que en su interior vive esta gente en la cuarta dimensión, tan ricamente.
Ellos se nos aparecen en puntos estratégicos y nos piden levantar iglesias y tal. Seguramente ellos hacen lo propio por su lado. Así, entre ambos, construimos una red para una mejor receptividad vibracional de la tierra para su conexión con el universo.
La tierra a su vez es un ser vivo de orden superior que nos contiene a ambos. La tierra cuida y mantiene el orden necesario.
Es interesante entonces considerar más detenidamente estas dos caras del planeta y lo que implican. La cara interior establece el escenario ideal para esto que hemos llamado la cuarta dimensión. Fíjate bien: Día perpetuo, sol estático, central, clima perfecto, horizonte convergente. El paraíso terreno. La cara exterior, por contra: Oscuridad alternante, sol distante, errante, clima cambiante, horizonte divergente.
Lo del horizonte es importante. Ponele que somos unos alfileritos clavados en una esfera. El eje vertical ascendente de cada sujeto termina entonces en un punto distinto del firmamento. Sin embargo, por la cara interior de la esfera esto no es así, sino que todos confluyen en un mismo punto, el centro geométrico, ocupado por el sol central.
Si relacionamos esas dinámicas con el pensamiento, tenemos que un entorno produce una cultura individualista y la otra, globalista, por no llamarla comunista. La consecuencia es evidente. El individualismo deriva en deterioro y mala distribución de los recursos. El globalismo lleva a uniformidad y equilibrio en la gestión de los recursos.
Ya puestos, no me resisto a remitirme a un ocurrente diseño que ejemplifica sugerentemente esta psicodivergencia esfericopolivalente, dicho así en plan pedantesco, jeje (http://dersonydraws.blogspot.com/2010/10/todosuno.html).
Así y todo, son muchos otros los factores a tener en cuenta, igual de importantes o más. Así que se ha de tomar este esquema con la prudencia oportuna.
No es cuestión de liarse a la conquista de un entorno que no nos es debido ni adecuado. Ya que, si el interior se eyecta sobre el exterior, o el exterior se inyecta en el interior, tal vez cabría interpretarlo como una mala señal, síntoma de que el organismo superior ha cesado en sus funciones y está en proceso de descomposición, en cuyo caso, bien poco duraríamos, tanto los unos como los otros.
Se pueden dar otras opciones, pero te dejo que las imagines por tu cuenta.
Un choque así se podría comparar con la conquista de América, allá por el nosetantos y pico. Parecería que lo denso triunfa sobre lo elevado. Sería nefasto.
Claro que, no estamos hablando de meros humanos ligeramente avanzados.
A buen seguro, la barrera que protege y separa ambos mundos es tal que sólo se puede atravesar si se cumple la condición necesaria, a saber, vibrar en su misma escala. O al menos así se espera y desea, para el bien de todos.
Es por esto, cabe aventurar, que no habrá encuentro ni descubrimiento, más allá de los leves e indirectos atisbos acostumbrados o acordados, los mínimos imprescindibles, es de suponer, mientras nuestros caminos no se armonicen y confluyan en algún punto del proceso existencial.
Y bueno, no se me ocurre nada más por ahora.
Tan sólo señalar que esto apenas sería un asomo tosco y mínimo de todo el invento. Seguro que yerro en mucho, y más que habría que considerar, pero claro, para ello habría que saber de lo que se habla, y mucho me temo que no sea el caso, jeje.
Pero bueno, ahí queda eso, peores cosas se han visto y se verán, si no hay remedio.
8 de diciembre de 2011
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6 de diciembre de 2011
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