Estoy en una región del oriente, de viaje turístico. Uno de los monumentos más interesantes es un árbol milenario. Milenario se queda corto para apreciar su antigüedad, casi habría que decir mejor milmilenario.
Me parece muy especial, así que me dirijo a verlo. Una ligera niebla extraña lo cubre. Se encuentra en lo alto de un pequeño monte rocoso.
Conforme me voy acercando, compruebo su gigantesco tamaño y lo impresionante de su figura. Grandes grietas recorren de arriba a abajo todo su tronco, ajado por el paso de los siglos. La superficie de su corteza se muestra porosa, carcomida, apolillada y descolorida, en extremo, como nada en este mundo. La madera que se vislumbra por entre las grietas luce también blancuzca, amarillenta, apergaminada por los años. Por su increíble, imposible longevidad.
El conjunto resulta imponente, trasmite una profunda y poderosa sensación de preexistencia y arcaicidad, preternatural, más allá de toda temporalidad. Es como si existiera desde el amanecer de los tiempos, desde siempre, desde antes que todas las cosas.
Entonces, descubro que la extraña niebla que lo rodea es, en realidad, una nube formada por cientos de miles de pájaros, que no paran de volar en torno a él.
Son amarillos. Alguno se posa algo más cerca y puedo apreciar sus detalles. Veo que son loros, pero unos loros carroñeros!
En el pico tienen algo así como un par de pequeños colmillos, que sobresalen a los lados, para desgarrar la carne.
Poco a poco van posándose ante mí, unos cuantos, como el que no quiere la cosa. No estoy ni a mitad de camino, seguir avanzando ya no me parece una buena idea. Los veo capaces de atacarme y destrozarme. Parecen hambrientos. Claro, hay tantos.
Muchos. Demasiados.
Estoy paralizado, se acercan, dos o tres, curiosos, a saltitos...