Pues resulta que había unos estudiosos que no tenían nada mejor que hacer y se pusieron a buscar los restos del pobre Cervantes.
Y a lo tonto a lo tonto terminaron por encontrarlo.
Todo contentos dieron la noticia a bombo y platillo, aunque hicieron un poco el ridículo porque no tenían ninguna certeza de su descubrimiento. El público les hizo bastante poco caso y eso les picó en su amor propio. Así que se pusieron a buscar como locos alguna prueba genética con la que cotejar.
Y mira tú por dónde que encontraron una pestaña, o peloceja, fosilizada, que tenía pinta de ser sí o sí del dichoso desdichado escurridizo y escuchimizado.
Y otra vez la primicia y la risa, porque el material estaba muy degradado y no había manera de extraer una muestra lo suficiente íntegra. Y los estudiosos estaban ya que trinaban, que echaban humo por las orejas.
Así que, venga a dar mal con la i más dé más i y por ahí.
No pararon hasta que por fin lo lograron y ya se quedaron más panchos que panchos.
Por fin la noticia causó sensación y tuvieron sus anhelados quince minutos de fama. Luego hubo el habitual atentado semanal y ya la gente se olvidó por completo de eso otro.
El caso es que estaban los estudiosos que no sabían qué hacer ahora.
Y se dieron cuenta de que, cortando y pegando de aquí y de allí, podían reconstruir el adeene completo de Cervantes.
Dicho y hecho.
Y no se conformaron con eso, no, para nada.
Lo inocularon en un embrión y se dispusieron a crear un clon.
El proyecto Cervantes pasó a una fase supersecreta y superilegal, porque hacía ya rato que existían leyes que prohibían esos experimentos de resucitamientos genéticos. Algunas amargas experiencias del pasado así lo recomendaban.
Pero la tentación era irresistible.
Los picados y sufridos estudiosos no se iban a detener por unas estúpidas trabas regulativas de pacotilla, y menos aún cuando lo que buscaban era resarcir su prestigio y sueldo.
Total, que nació el pequeño Cervantes y se pusieron a criarlo idénticamente como en su época original.
Se lo curraron pero bien para reproducir el entorno, las vestimentas, el habla, las costumbres, etc.
Pasaron los años y el proyecto resultaba cada vez más costoso y más difícil de mantener. Los que soltaban la pasta querían saber lo que se traían esos entre manos, y a los estudiosos cada vez les costaba más inventarse excusas, evasivas y farfulleos.
La situación era cada vez más desesperada y desesperante.
Por más que lo incitaban, no lograban del pequeño Cervantes ni un mísero soneto como dios manda. Parece que le interesaba más el arte de comerse los mocos.
Además, se fue volviendo crecientemente inquisitivo y desconfiado.
Decía soñar con cosas como de otro mundo, así de colorines superchillones y con sonidillos superpegadizos.
Por más que lo intentaran persuadir, sus células sabían perfectamente el año en que estaban y poco a poco se lo estaban chivando al bueno de Cervantes, volviéndolo medio loco y más que medio paranoico.
Palpaba las paredes y toqueteaba todo, a fondo y sin descanso. No paró hasta descubrir los micros ocultos y las cámaras camufladas. Luego sus preguntas fueron ya incesantes.
Insoportables.
Hasta que los estudiosos se derrumbaron y confesaron.
El experimento se fue al garete y Cervantes pudo al fin descubrir el verdadero mundo en el que estaba.
Luego ya fue irremediable.
Se aficionó a las videoconsolas y se hizo un gran grabador de videopartidas audiocomentadas.
Y sí, fue toda una celebridad meritorísima.
Pero no la que habrían deseado los estudiosos.
Qué se sabrán ellos.