Allá a finales del 19, un navegante portugués vagando por las regiones antárticas hace un descubrimiento extraordinario, pues se topa con una sirena que de cintura para abajo no es pez sino foca.
El marinero queda perdidamente prendado por su encanto y belleza y nadan juntos rato y rato, deliciosamente sensuales y tiernamente extasiados con sus mutuas caricias y atenciones.
Esta historia la he medio-vivido medio-imaginado en un sueño dentro del sueño. Subnivel del que despierto y me dispongo a redactar esa fascinante experiencia, con la ayuda de mi hermano, que es quien se encarga de transcribirla sobre papel a mi dictado.
Quedo muy satisfecho con la plasmación y el relato resultante, aunque me percato de que es casi mediodía y debería haberme levantado mucho antes para asistir a mis clases de dibujo.
Trato de desayunar rápido y ver si puedo al menos llegar a tiempo para la última asignatura de la mañana. Me fastidia este tonto absentismo, que parece creciente últimamente, en este universo onírico, se entiende.
Me consuela algo pensar que por lo menos ha sido por una buena causa.
Salgo apresurado a la calle y, cuando trato de acelerar mi paso, se ralentiza ligeramente mi sensación de avance, embargándome una leve angustia no del todo desagradable.
Al poco, recuerdo que hoy teníamos que llevar alguna música para un ejercicio. Así que me doy media vuelta y regreso.
Sé muy bien el disco que quiero llevar. Es uno que he conseguido hace poco, es de rock progresivo y la cubierta muestra una criatura fantástica, inventada a partir de la combinación de partes de dos o tres especies animales y vegetales.
Este disco parece no existir en el mundo real, o al menos yo no lo conozco.
El caso es que llego y resulta que se lo había prestado a un grupo de deportistas que entrenan ahí al lado. Y, cómo no, lo han perdido o ha desaparecido. Con el consiguiente fastidio, indagaciones, etc.