Había una vez un pueblo que estaba cansado y aburrido de la vida.
Tan cansado y tan aburrido que solo quería dormir.
Y para eso necesitaba la ayuda de otros.
Pero no había otros a los que pedir ayuda.
Por eso el pueblo tuvo que negociar consigo mismo.
Se dividió en dos, los durmientes y los vigilantes.
Los vigilantes tenían el cometido de velar por los durmientes.
Cuidar y mantener todo en orden para cubrir todas las necesidades.
Para que nada moleste ni incomode a los que descansan.
Con el tiempo, cada uno se fue metiendo más y más en su papel.
Y los que reposaban se dejaban llevar por los encargados.
Y los que mandaban disfrutaban ocupándose de los otros.
Paso más tiempo y surgieron los problemas.
El pueblo ya había descansado bastante y se quería despertar.
Pero los mandamases ya no querían perder su puesto.
Porque el poder les daba grandes ventajas y privilegios.
Era un invento demasiado bueno como para compartirlo.
Demasiado jugoso como para desperdiciarlo o regalarlo así como así.
Demasiado delicioso como para echarlo a perder tontamente.
Nada une más que la codicia, la sed de poder.
Aunque parezcan competir entre sí.
Ten cerca a tu amigo pero más cerca a tu enemigo.
Por eso son un club tan selecto, un clan sin rival, una piña sin igual.
El pueblo se siente sucio y usado en manos así.
Y con razón, pues su ejemplo mancha y degrada.
Contagia y contamina.
Los dormidos imitan a los intrusos y el resultado es atroz.
Para todos.
Aunque muchos no quieran ni pensarlo ni reconocerlo.
Pero, al final, se impone el descontento.
Así, recién que empieza y asoma la lucha, el conflicto.
Al principio es una cuestión dialéctica.
El pueblo reclama su poder.
Los intrusos se escudan en sus mentiras, excusas y pretextos.
Poco a poco la cosa se va recrudeciendo.
Hasta llegar a un punto crítico.
Ni unos ni otros se reconocen ni respetan entre sí.
Todos esperan un cambio total, mágico, espontáneo y decisivo.
La completa rendición o victoria.
Una solución salida de la nada, aparecida, caída del cielo.
Todos esperan un milagro.
Un jodido milagro que acabe con la pesadilla.
Pero no es tan sencillo, claro.
Porque lo han de resolver ellos todos.
Siempre hay distintas posibilidades que se pueden dar.
El pueblo extermina a los intrusos.
Los intrusos someten completa y definitivamente al pueblo.
El pueblo y los intrusos llegan a algún acuerdo y se divorcian.
Todo sigue más o menos como de costumbre.
Todo se finiquita y desmorona sin remedio ni solución.
La gracia está en que la vida no se conforma con una sola cosa.
La vida gusta de probar y experimentar todo lo que puede y más.
Así lo más probable es que suceda todo a la vez y mezclado.
Conviene que cada cual elija bien su camino.
Pues la unívoca uniformidad es un espejismo cutre que no veas.
Una burda simplificación propia de seres pobres y escasos de luces.
Un inmaduro cuento para delegar y eludir su propio tino y destino.
Conviene saber bien lo que se quiere.
Conocer los cambios, los pasos, los esfuerzos a realizar.
Los intrusos, en su pérfido retorcimiento, tienen alguna ventaja.
Llevan años diseñando y montando su tiránico y titánico invento.
Su gran proyecto.
Si te pones en su lugar se comprende.
No quieren que se les acabe el chollo, su negocio, su sustento.
Viven del pueblo.
Y para ello se sirven de las divisas, finanzas y lo que haga falta.
Así te chupan la sangre, tu tiempo, tu energía, tu vida.
Pero en más pulcro y sofisticado.
Todo su empeño es mantener y reforzar su imperio y reino.
Su control, sometimiento y dominio sobre el pueblo.
Que nada ponga freno ni límite a su deseo.
Y lo están haciendo casi que demasiado bien, en general.
Gesto que haces, gesto que te clavan o te cascan.
Ante esto el pueblo trata de reaccionar de diferentes maneras.
Muchos se hacen, o lo son, los tontos y tragan con todo.
Algunos se rebelan y enfadan.
Muy pocos rompen y se separan.
Los que luchan y protestan son como el estropajo.
Quieren quitar la mierda que les oprime y estorba.
Pero la mierda está pegada pero pegada.
Incrustada a base de bien.
Hasta las mismísimas entrañas del mismísimo infierno.
Los intrusos se han instalado y atrincherado a tope que no veas.
Claro, nadie se tira al precipicio por gusto.
No si pueden evitarlo.
Y apegarse al poder y al lujo era demasiada tentación.
Pobres, errar es humano, la carne es débil y esas cosas.
Pero aprender también es humano.
No valen distingos ni escaqueos.
Ni cargarle el muerto al otro.
Si queremos tener algún futuro habrá que hacer algo con esto.
Por sí solo no se va a arreglar.
Si lo dejamos estar irá a peor cada vez más y más.
Ya lo estás viendo.
Habrá que cortar o quitarse la soga que nos aprisiona y oprime.
Habrá que elegir, yugo o libertad.
Nadie lo hará si no.
Los malos no dejarán de serlo así porque sí, de buenas a primeras.
Algunos ni aunque los mates, ni aunque los despellejen vivos.
Así está el temita.
Así que toca aprender a ser los buenos.
Buenos buenos de verdad, con todo lo que eso implica.
Con toda la responsabilidad, la incomodidad y el riesgo que supone.
No para luchar contra o frente a, sino para abrir caminos.
Porque lo que faltan son vías, sendas, pasarelas.
Piénsalo.
El surco perverso está ya más que trillado, superhondo y calado.
Todos los borregos caen por el mismo lado.
Y no hacen sino acrecientar, como dicen los de allende, el problema.
De ahí la conveniencia de alternativas.
Recursos o estructuras que propicien o faciliten otras transiciones.
Nuevas soluciones, maduras, edificantes, más acordes.
Ya que, pasar de dormido a despierto puede ser muy cuesta arriba.
Por eso muchos se rinden sin siquiera intentarlo.
Pasar de corrupto a digno también puede ser algo desmotivante.
Sobre todo si no se procura una auténtica y verdadera rehabilitación.
Nadie se siente invitado a cambiar a mejor.
Todo es bruto, cuadriculado, granítico, monolítico, fosilizado.
Como la mente que lo ha alumbrado.
El miedo frena y oculta la ganancia y beneficio del crecer y madurar.
Los intrusos mantienen así a sus siervos bien esclavos y sumisos.
Formados y educados para la psicosis invalidante y paralizante.
Idiotizados, fluorizados, formolizados, cloroformizados.
Capados, castrados, esterilizados, anulados, alienados, inutilizados.
Tontitos becerrillos obedientes y bienmandados.
Bee-e, bee-e.
Aunque, en verdad, los cambios tampoco dependen de esto.
No es el prójimo quien debe trabajar para que uno dé el paso.
Cada uno es responsable de sí mismo.
Cada uno elije.
El mal y el bien son voluntarios.
Nosotros veremos.
La telaraña de los intrusos es infinita.
El deber del pueblo, si quiere despertar, es salirse de ella.
Nada es fácil.
Pero lo demás es engañarse.
Hay que conocer bien a los intrusos.
No es tan difícil.
No dejan de ser humanos que se han podrido, pervertido, perdido.
Su corazón alberga y alienta ambiciones de lo más evidentes.
Sus trampas, bulos y falacias se ven a la legua.
Solo el dormido cae y se enreda con algo así.
Solo un tonto comulga con otro tonto.
La bazofia solo se la traga la escoria.
No hay salida a la moneda, dicen.
Ese es su gran miedo.
Su gran punto débil.
Porque sí que hay salida.
Y muchos ya están dando los pasos.
Los intrusos se van a quedar solos.
Peor que solos.
Con su propia compañía.
Por más que aprieten, la máquina ya no exprime más.
Se van aprisionando en su propio nudo.
Incluso, sin quererlo, ayudan a que despierten más y más dormidos.
Hasta que ya no les salga a cuenta nada y sucumban a la realidad.
Chupad vacío, cabrones, chupad.