Estoy en la escuela de cómic, me salto una clase y me voy por ahí a dar una vuelta. Regreso y me encuentro a medio camino, en una tienda de ropa, a mi madre. Dice que me iba a ir a buscar, pero que no sabía cómo llegar hasta la escuela. Ocurrencia que se me antoja absurda, inoportuna y un tanto molesta, pues no deja de evidenciar su adherencia pertinaz a su caduco rol controlador protector que maldita la falta que hace ya. En fin.
Llegan unos compañeros de clase, regresamos a la escuela por un camino que yo nunca he tomado antes. Entramos por una puerta amplia y acristalada, que tampoco había visto hasta ahora y que parece ser la entrada principal del edificio. Subimos las escaleras hasta el rellano general, no quiero que mi madre suba a mi clase, así que nos quedamos aquí.
Nosotros somos los de cuarto curso, los veteranos, y los demás nos tienen respeto o algo así. Me fastidia esto porque no siento que esté justificado para nada, en absoluto. Más bien lo que me inspira es como una mezcla de vacua y absurda impostura y una, más comprensible, nostalgia anticipatoria. No hay nada de lo que congratularse al fin y al cabo, en el fondo, a fin de cuentas.
En el rellano hay alumnos de todos los cursos, no muchos, media docena a lo sumo, casi todas chicas. Están realizando alguna interpretación o pantomima, pero no les importa si pasamos por entremedio ni que hablemos ni nada de eso. Van a su bola y tan contentas.
Un compañero hace una demostración impresionante. Se deja caer en una silla como si fuera un guiñapo inerte. De hecho luce como desmadejado, encogido, partido, un títere, una marioneta abandonada.
Pero lo más chocante es que por la espalda le asoman un par de tubos de plástico transparente, como un pulgar de gruesos, bastante rígidos, terminando en un corte oblicuo y afilado, por los que escapa algún que otro borbotón de sangre según los espasmos.
Esos tubos provienen directamente de su corazón y, al plegarse tan extremamente, se le salen hiriendo de consideración la piel de su espalda, amén de los muchos posibles peligros para su integridad y salud. Aun así el inconsciente repite varias veces más su rara cabriola o proeza.
Luego, es mediodía, terminan las clases y regresamos hacia nuestras respectivas casas. Unos cuantos tomamos el tren, mi madre entre ellos. Están de cháchara y yo prefiero mantenerme al tanto del trayecto, ya que la próxima e inmediata parada es la nuestra y no me gustaría pasármela.
Llegamos. El tren para muy rápido, estamos un poco alejados de la puerta de salida. Me levanto apresurado y aviso a los demás. Voy hacia la puerta pero veo que no me va a dar tiempo, que se está cerrando ya. Lleno de angustia y fastidio saco la pierna y mantengo la abertura sin mayores dificultades, pero el tren ya ha arrancado de nuevo y acelera su marcha rápidamente.
No sé cómo, ahora estoy en el andén, viéndolo alejarse, con mis compas y mi madre dentro de él.
Entro a la sala de espera de la estación. Concurrida y ajetreada cual bar distendido y cotidiano. Me encuentro con un hombre joven, simpático y dicharachero. Habitual reconocido y acostumbrado. Coincidimos aquí bastante a menudo, así que tenemos un trato cordial y amistoso. Me saluda efusivamente.
Se supone que es profesor, científico o algo por el estilo. Tiene una facha algo grotesca y chocante. No lleva pantalones y sus muslos traseros presentan abundantes granos inflamados que parecen ocasionarle no poco tormento. Me cuenta que son parte de un experimento, que se los ha provocado intencionadamente al contacto con no sé qué sustancia, para estudiar las reacciones o algo así. Menuda idea.
Pero ojo, a pesar de las apariencias su cualidad más destacable es su versatilidad e inteligencia, que es lo que verdaderamente vehicula y vertebra nuestro mutuo aprecio.
Lo curioso es que no lo asimilo ni identifico con nadie de mi vida real, ni la estación ha sido nunca así por dentro, ya puestos, pero no nos desviemos de la historia...
Así pues, me pongo a contarle mi reciente aprieto, acentuando el dramatismo del extravío de mi madre, con su absoluta y total nulidad para orientarse o desenvolverse en terreno desconocido.
Unos cuantos asientos más allá veo a una chica que me cautiva al instante. De forma inmediata sé lo que va a pasar, quién es y lo que representa en mi vida. Está con un amigo o hermano suyo, un tipo que curiosamente se parece bastante a mí, solo que más inocentón, bobalicón o buenazas.
Sé que el amigo profesor la va a llamar para que se acerque y escuche mi historia, ya que su genial expansividad espontánea le lleva a involucrar a todo el que se le antoja en mi problema. Felizmente en este caso, pues esto permite que ella repare en mí y, tal vez, despierte o nazca en su interior un leve interés o curiosidad hacia mi persona. Sentimientos y atenciones estas que comparto, evidentemente.
Pero esto apenas es la antesala, igualmente sé que será preciso el transcurso de bastante tiempo hasta que nuestra relación se afiance y cobre forma.
Me envuelve, por tanto, una ligera nube de expectación y fascinación, una novedosa y discreta ilusión, luminosa y extasiante, mientras todo esto sucede. Y mi cabeza está como en un sueño, sutil y delicado, cuidando de no alterar ni por asomo su interioridad, por así decirlo, el frágil equilibrio del espejismo, que lo mismo se puede concretar como esfumar en un suspiro.
Siento que la conozco, pero sin palabras. O sea, que no sé nada en específico sobre ella. O sea, que más bien debería decir que mi corazón la reconoce, o algo así, como por anticipado, a ciegas. Y con esto más que me conformo y contento, de momento, claro.
Total que, le estamos dando vueltas a lo de mi madre. Y ahí sí que estoy más perdido, confuso, indeciso. Por mucho que lo analice no le encuentro sino adversidades y contratiempos por todos lados.
Para colmo, por si fuera poco, también he perdido mi móvil. Vaya, qué oportuno, y qué inconveniente, o conveniente, vete a saber, jeje.
Al final, después de recibir el apoyo y los consejos de casi todos, decidimos que lo más adecuado será que me vuelva a mi casa y que aguarde, ya que las autoridades están al tanto y se ocuparán de cuanto sea pertinente.
Y el amigo profesor me entrega, para el camino, un par de ristras de yogures de fresa, en sus consabidos recipientes de plástico, solo que no vienen presentados de cuatro en cuatro, sino en ristras de treinta o así. Chocante formato que me echo a la espalda sin más y ya me despido de todos y salgo de nuevo a la calle.
Fuera el cielo está nuboso y gris, y lo que antes eran las vías del tren ahora es un puerto de un mar, o un lago, de aguas marroñosas, como dicen los de allende, sobre el que flotan y navegan diversas y variopintas pequeñas embarcaciones, por más humildes, imaginativas y domésticas.
A los pocos pasos me doy cuenta de que me he dejado los yogures, así que me doy media vuelta y regreso al bar, pero no logro reconocer de dónde acabo de salir. Me topo ante mis narices con una fachada insulsa y opaca, como de un banco o así, que antes no estaba ahí, que me confunde y llena de extrañamiento.
Sin embargo, a su lado sí que hay un bar, pero tampoco parece ser en el que he estado. Hay una pandilla de chicos haciendo cola a la entrada. Tres o cuatro se dirigen hacia mí y me atracan. Me resisto a que me quiten las llaves, que logro conservar. Hurgan en mis bolsillos para ver que más llevo. Sacan unas tarjetas de visita personales, que para nada me importa que se queden, casi más bien al contrario.
También sacan unos ramilletes de maría. Eso sí que me sorprende, pues ahora recuerdo haberlos metido ahí hace tiempo, lo que no sé es por qué ni para qué, pues no consumo, ni remotamente.
Lo curioso es el aspecto que tienen. Son ramitas de un verde muy vivo, con hojas simples, acorazonadas, luciendo de lo más frescas y lozanas.
Me escapo y me alejo, adentrándome por una callejuela oscura, solitaria y silenciosa. De repente pasa un coche, arcaico, vetusto, destartalado. Un 'crisler' de estos del año la pera, ancho y largo, que apenas sí cabe por la calle. Y veo que lo conduce ella, la chica de antes, pero no me animo a decirle nada y veo cómo se aleja, manejando raramente semejante delirio rodante.
Mientras avanzo por la calle, cada vez más siniestra y sombría, como si estuviéramos en plena noche profunda, me viene a la mente que alguno de los de la pandilla esa había comentado que el bar que yo ando buscando se encuentra al final de la calle esta que ando transitando.
Sin embargo, a la mitad del trayecto me encuentro con una puerta de entrada iluminada, que destaca escandalosamente entre el resto del deprimente y asolado urbanismo circundante. Y tengo el pálpito de que se trata por fin del lugar que tanto me ha estado costando encontrarlo.
La puerta es de madera y está pintada toda de un rosa de lo más chillón, que desentona ciertamente con la lúgubre y descolorida tenebrosidad del entorno. Sobre la puerta hay un neón orlado y redondeado, hiriente y deslumbrante, del que no logro leer ni descifrar lo que pone.
Llamo al timbre, la puerta se entreabre sola. Entro, desciendo unas escaleras estrechas y oscuras. El aire se palpa denso y cálido, retenido, resobado, opresivo, de antro clandestino. Está demasiado oscuro, apenas veo el contorno de lo que me rodea. Llego al fondo, una gruesa cortina negra cubre la angosta entrada. Siento alarmado, cada vez más aguda e intensamente, que me he equivocado, que clarisísimamente este no es el bar que estoy buscando, ni en sueños, ni de lejos, sino lo más opuesto posible a él.
Una mano vigorosa, masculina, enguantada de terciopelo negro, sale de repente por la cortina y me agarra del brazo. Empieza a tirar de mí hacia dentro. Me resisto, con creciente y galopante pavor y espanto. Una voz, electrónicamente distorsionada, que sale de justo tras la cortina, me interpela autoritaria y severamente. Su modulación es tan grave, profunda y chunga que no alcanzo a entender del todo lo que me dice, gracias al cielo, pero basta escuchar su tono, energía y sequedad para encogerme el corazón y adivinar que estoy en un apuro muy pero que muy feo.
Me despierto, angustiado, sobresaltado, desasosegado. Con el brazo izquierdo totalmente dormido, que me hace ver las estrellas hasta que se desentumece. De fondo, a lo lejos, se escucha el torvo roncar de mi padre.