Me encuentro en un paisaje desolado, aunque yo no estoy físicamente en él, soy un mero espectador, flotante, etéreo, intangible.
Lo que se extiende ante mi vista es un páramo lleno de ruinas, todas de aspecto y estilo parecido, no muy concreto ni definido, romano, griego o más bien genérico. Algunas columnas, algunas estatuas misteriosas, algún trozo de muro o muralla y unos pocos edificios inquietantes aún se mantienen en pie.
El resto está tan lleno de cascotes y escombros que más que una ciudad derruida se diría que esto es una especie de cementerio, un vertedero al que han ido a parar todos los vestigios del pasado.
Sin embargo, la impresión que causa no es de amontonamiento sino de enorme ciudad devastada por continuos y terribles enfrentamientos, invasiones, tormentos.
Así a primera vista se podría definir el lugar como las tierras del cielo y del infierno, pero enseguida se ve que no encaja del todo, pues ciertos matices en el ambiente y la asolación general que lo cubre todo me llevan a intuir que aquí no hay nadie bueno, que todos son por naturaleza malos o más malos.
Por esto, si tuviera que ponerle algún nombre a este espacio sería el de las tierras de la muerte y del horror. Aunque no tiene la menor importancia el nombre que le queramos dar. Parece superfluo e innecesario ante la propia realidad y tangibilidad del paraje. Que parece completamente despoblado y silencioso.
Incluso las nubes, densas, grises, bajas, parecen estar congeladas en el cielo. La tenue luz que se filtra a través de ellas le da a todo un aspecto uniforme, gris, apagado, aunque no por ello difuso ni oscuro.
Curiosamente la ausencia de grandes contrastes de luz y sombra hace que los contornos de las ruinas se vean con mayor nitidez, hasta más lejos de lo que sería habitual (un poco como después de una tormenta, cuando el aire está limpio y se ven las cosas más claras), con precisión, los volúmenes mejor definidos, como si esa neutra luz permitiera percibir las cosas de una forma más directa, despojada de artificios y distracciones.
Así pues, bajo esa luz uno tiene la sensación de encontrarse muy próximo, cercano, a la auténtica esencia de las cosas, que se ven crudas, sencillas, puras, desnudas. A todo esto se le debe añadir la profunda quietud que domina toda la escena, que parece llevar de esta forma toda una eternidad.
Lo cual me transmite un sosiego muy especial, una serena tranquilidad que no sería lo que uno se esperaría de un lugar semejante, ya que en el fondo no desaparece la otra sensación de siniestra oscuridad que contienen e implican todas esas ruinas.
Volviendo al principio, al fijarme bien veo que una pequeña senda tortuosa recorre ese mar de escombros y deshechos y que justamente por ella vienen un par de individuos (yo no diría humanos, más bien parecen ogros, orcos o algo así) de aspecto cochambroso y maligno. Portan un saco grande, se dirigen hacia una estatua milagrosamente entera que se encuentra cerca, a mi lado.
Actúan con rapidez, enseguida la tapan con el saco e intentan inmovilizarla, pues parece ser que está viva. Ponen especial cuidado en que no se salgan sus alas del saco, pues si no se les escaparía.
Tras mucho forcejear logran atarla y se marchan cargando con ella.
Se dirigen hacia uno de los pocos edificios que siguen en pie, del que emanan sensaciones no muy halagüeñas. En su interior se encuentra otra estatua, de proporciones gigantescas y de presencia amedrentadora.
Los dos secuaces depositan su captura ante ella y los tres se ríen cruelmente viendo cómo forcejea en el saco la asustada estatua.
Hasta que se aflojan las ataduras y logra desembarazarse del saco. Entonces echa a volar, mueve sus alas de forma rudimentaria, como con articulación limitada (a lo Harryhausen), alcanzando escasa altura. Lo cual ya es bastante para una estatua de piedra.
Los otros, enfadados, intentan capturarla, atraparla de nuevo (para hacer con ella no se sabe qué macabros divertimentos y destrucciones), mientras la asustada estatua vuela tan rápido como puede, de un lado a otro, buscando una escapatoria. Enseguida localiza una pequeña abertura en uno de los muros y se introduce en ella.
La estatua gigante se enfurece y sus espantosos pasos retumban terriblemente desde el interior del pequeño refugio improvisado. Por suerte el acceso es demasiado pequeño para la estatua gigante y queda fuera del alcance de sus esbirros. Aun así el terror y la desesperación no abandonan a la estatua alada, que se sabe en muy mala situación.
Cuando logra calmarse un poco inspecciona el oscuro túnel en el que se encuentra, enseguida llega a lo que parece ser una tubería, llena de un agua oscura y fría, nada tranquilizadora.
Con mucho miedo y recelo la estatua se introduce en ella, le cubre hasta la cintura, y avanza hacia uno de los lados, por donde entra algo de luz.
Llega hasta una salida que da al aire libre pero que está custodiada por dos centinelas temibles, listos para atraparla en cuanto asome por allí. Retrocede para explorar adónde conduce el otro extremo.
Se topa con uno de los secuaces (la estatua gigante ha debido de ayudarle a alcanzar la abertura), pelean, la estatua logra partirle el pescuezo con facilidad. Sigue avanzando, cada vez está más oscuro, de repente una boca enorme, como de un cocodrilo o algo así, emerge del agua y atrapa a la estatua, llevándosela consigo, arrastrándola a las profundidades, mientras las burbujas se van deshaciendo y la superficie del agua va recuperando su calma.