"Sin amor no hay libertad, sino egoísmo que es el infierno."

aviso

Este blog no está recomendado para menores, así que tú mismo con tu mecanismo.

fin del aviso



1 de febrero de 2019

era cartonera

Las personas que viven en la vergüenza, se quedan sin nombre.
Por eso los indigentes son como las cucarachas, que siempre se esconden y solo salen cuando no hay luz.
Ya hace tiempo que nadie tiene vivienda, porque se las han quedado los bancos.
Ahora todos vivimos en cajas de cartón.
Como tortugas, cada uno se cobija en su propio rectangular caparazón.
Curiosamente, las cajas disponibles son de poco volumen, el suficiente para caber una persona en posición fetal y poco más.
No hay holgura para lujos ni comodidades.
Semejante zozobra, nos ha ido mermando de a poquito.
La crisis fue la excusa perfecta para ser instalados en la más absoluta pobreza, a base de salarios de miseria y precariedad galopante.
Como caducas hojas en otoño, hemos ido cayendo mansamente en esta quiebra y ruina.
Demasiado distraídos con chanchullos y tinglados oficiales y triviales, no quisimos ver la exponencial depauperación imparable.
Aquellos que se olían el fiasco, huían para librarse de la debacle inminente, pero su escapatoria solo supuso vana prórroga efímera.
Con abundante palabrería altisonante, nos fue vendida toda progresiva deprivación de nuestros recursos y posibilidades.
Cada artera falaz enmienda, era presentada con lacito aderezada y, tontos, picábamos.
Quién le dice que no a unas providenciales ayudas auxiliadoras?
Pero lo que no veíamos tras tanta caridad y sonrisa, era que los buitres nos estaban desvalijando para mejor carroñarnos.
A nadie parecía importarle el abismo creciente que nos invalidaba, el exiguo poder adquisitivo que nos colocaba a la altura del barro.
Nadie veía embuste ni oprobio en las condiciones de esclavitud instauradas y en los precios desorbitados.
Comprados por la clientelar papilla de las dádivas, acatábamos y consentíamos.
Así, indolentemente, fuimos asumiendo mentalidad de gusano.
Pérfidamente infectados de individualismo materialista, nuestra única opción era desembocar en este callejón sin salida.
Cuando la farsa resultó en tragedia, ya solo anhelábamos desaparecer, pasar desapercibidos, a la espera de algún milagro o salvación.
Por eso las calles florecieron en locales vacíos, con carteles de se vende o se alquila, y se salpicaron de cajas de cartón disimuladamente arrinconadas por los resquicios más discretos.
Tal proliferación cartonil, poco a poco fue aumentando en número y ocupando lugares más evidentes.
Circular por la acera, resultaba un engorroso zigzaguear entre obstáculos.
Pronto, los vehículos también sufrieron los efectos de la escasez.
Cada vez eran menos los que podían permitirse el lujo de disponer de combustible para sus motorizados desplazamientos.
Esto trajo una inusitada tranquilidad vial, de nuevo podía oírse el piar de los pajarillos.
Sin embargo, esta quietud no hizo sino incrementar el amilanamiento de los encartonados, que ni hipar osaban.
Tan ínfima autoestima se debía a la penuria absoluta, y a ciertos químicos que en secreto portaban las aguas y que deprimían el organismo.
El caso es que, uno tras otro todos hemos terminado igual, tirados por los suelos y subsistiendo cual vil sabandija.
La noche es el único lapso de tregua.
Solo entonces consentimos en movernos y delatar nuestra presencia.
Pero aun así no nos desprendemos de nuestras respectivas cajas, sino que vamos con ellas a cuestas.
Imagínate el panorama.
Una multitud de erectos paralelepípedos, de los que asoman sendas piernas ambulantes y cuyos moradores quedan ocultos tras las solapas frontales.
Para ver, basta con una sencilla ranura tipo buzón, practicada a la altura de los ojos.
Esta querencia por el autoconfinamiento, se comprende cuando la vida te ha hecho fosfatina y apenas te quedan arrestos para seguir vegetando.
El sigilo es la norma predominante, somos como una cofradía de convalecientes.
Cada uno lamiendo su maltrecha moral, con la poca esperanza de sanarla.
Nadie se mete con nadie, nadie molesta a nadie.
Todos compartimos el mismo recato y pudor, el mismo quebranto y dolor.
Siendo cual susurro, con nulo ánimo de ostentación, se hace más soportable la desdicha imperante.
Esto no siempre ha sido tan llevadero, al principio hubo serios altercados.
Los que todavía no habían caído, vejaban a los despojados y perpetraban tropelías.
Verdaderos desaguisados ocasionaban.
Se divertían incendiando cajas, o aplastándolas con mobiliario urbano.
No hubo más remedio que aumentar las cautelas, vigilar el perímetro, conocer la zona y tener a mano algún cuchillo disuasorio.
Pronto la chanza devino en lamento.
Ahora todos somos igual de desgraciados, y reinan paz decente y concordia razonable.
Nos conformamos con poco.
Disponer de solecito en invierno y sombra en verano.
Manta y calma, aire y tiempo.
Sopa de albergue, resguardo para días intempestivos.
Silencio, alivio para el espíritu dolorido.
Algunos todavía albergan esperanzas de retornar a la vida pasada.
Resulta que los bancos han sellado a cal y canto todas sus viviendas.
Cada habitación ha sido rellenada con una espuma que endurece al secarse, y toda vía de acceso ha sido tapiada con hormigón armado.
La ciudad se ha convertido en un bosque macizo y yermo.
Un monumento a la ruindad.
Aquellos que nos han conducido a esta asolación, han desaparecido del mapa.
Estarán celebrando su victoria en sus refugios secretos, o royendo otros huesos que todavía tengan alguna sustancia.
El caso es que aquí ya no hay cargos, subalternos, mandatarios ni jerifaltes de ningún tipo.
Supongo que su previsión era contemplar nuestra total aniquilación.
Y al no producirse, hastiados, han volado con viento fresco.
No hay mal que por bien no venga.
En la noche, se oyen los incesantes repiqueteos de quienes bregan por reconquistar una porción de sus antiguos dominios.
Algunos, consiguen abrirse camino y van tunelando su nueva madriguera, cual oruga horadando manzana.
Al día siguiente, las calles revelan montoncitos de espuma bajo las aberturas cometidas en los edificios, cual anticipo decorativo de una incierta navidad sorpresiva.
Ilusionantes promesas de una metamorfosis perentoria y acuciante, crucial a más no poder.