Sueño que soy chavalín y estoy en el colegio.
Queda poco tiempo para que termine la clase y la profesora nos manda una tarea. Tenemos que escribir un pequeño poema.
Me pongo a ello con entusiasmo, pero veo que no me queda espacio libre en mi cuaderno.
Le pido un folio a la profesora y enseguida lo lleno con el esbozo de mi poema.
Ahora le pido una hoja al compañero de la mesa de detrás.
También la lleno de versos y modificaciones.
Mi inspiración está a tope, a tutiplén.
Disfruto mucho con esto, pero a la vez me angustia el poco tiempo disponible.
Pronto la clase concluye y yo sigo bregando tenazmente con la plasmación de mi creación, que se resiste a ser finiquitada.
De nuevo le pido otro folio a la profesora y de nuevo me quedo sin espacio para pasar a limpio el poema que me hierve en la mente, ya que continuamente se me ocurren matices y alteraciones que aplico a mi escrito.
La profesora ya ha perdido la paciencia y se marcha, al igual que hacen los demás alumnos.
Yo me empeño en redactar mis versos, como pueda y donde sea.
Incluso empiezo a anotarlos sobre la mesa.
Y ya me despierto.
Por un fugaz momento, conservo vivo el recuerdo del poema completo.
Tan solo consiste en unos pocos versos.
Comprendo claramente que me he excedido con tanto retoque y modificación, que la simple idea inicial era mejor que el abigarrado resultado final.
Ese proceso de elaboración le ha restado frescura y carga simbólica, pero al mismo tiempo ha sido una experiencia apasionante.
Supongo que este es siempre el peligro del poeta.
Descubrir una gema y caer en el delirio del orfebre, cuyo sublimador afán implica un alto riesgo de arruinamiento de lo manipulado.
En fin, devaneos aparte, a la postre solo he logrado rescatar del olvido el último verso de dicho onírico poema:
...sin pausa, hordas de ratas rompen contra la mole cernícala.