Viajo a la ciudad con mis padres. Ellos van a hacer unos trámites por un lado y yo otros por otro. Quedamos en reunirnos en la plaza hacia mediodía, en caso de terminar nuestras gestiones a tiempo. En caso de que no, cada uno regresará cuando y como pueda.
He terminado mis papeleos, me dirijo hacia la estación pero veo que no voy a llegar a tiempo para coger el tren. Curiosamente, en mi trayecto me encuentro con la vía del tren y sé que no tardará en pasar por aquí dirección a mi pueblo. Así que se me ocurre que tal vez intente subirme a él por las bravas.
Siguiendo la vía llego hasta unas compuertas que separan la ciudad del extrabarrio en el que me encuentro. Se abren y sale una locomotora limpiacaminos o algo así. Aprovecho y me cuelo de nuevo en la ciudad.
Al poco llega un tremendo despliegue de fuerzas armadas para asegurar la zona. Me parece que no va a poder ser lo que había planeado, así que salgo de ahí por patas y sigo callejeando.
Me dirijo pues hacia la estación con la intención de tomar el siguiente bus que salga para mi pueblo. Ya en la estación, el pasillo central está ocupado por un cargamento de juguetes, alimentos o algo así. Avanzo lentamente, escalando cajas y más cajas. A menudo hay productos aplastados, embalajes chorreantes y pringosos, que voy apartando sin pizca de reparo. Sé perfectamente que los encargados de estas mercancías hacen lo mismo. Incluso sé que luego limpiarán a fondo todo el pasillo, así que este caos es habitual y transitorio.
Entre unas cosas y otras también pierdo el bus que debía coger. Ahora me toca esperar unas cuantas horas hasta el próximo bus.
La estación es tan grande que para ir de un extremo al otro tiene su propia línea de autocar interna. Lo tomo, bajo en la otra punta y, deambulando por allí, me topo con una feria tecnológica a la que otras veces he asistido y de la que había perdido toda pista. Aprovecho para recolectar algunos folletos y tal.
Luego veo a un mago que quiere hacer un truco con monedas gordotas prehistóricas y con platos cerámicos arcaicos.
Quiere hacer el efecto de que un plato se da la vuelta solo, pero en su pase de manos se oye claramente el clonc al volverlo y queda evidente su truco. Además no ha sabido arropar sus manejos con labia. Siento profunda lástima presenciando su bochorno.
Tras otras peripecias, ahora es de noche y, no sé cómo, llego por fin a mi casa. No hay nadie. Me extraña esto.
Al poco caigo en que no he encendido el móvil en todo el día. Me temo que se hayan preocupado por mí y estén en la ciudad buscándome.
Regreso a la dichosa estación. La apariencia es la misma, pero, de alguna manera, se nota un cambio importante y tremendo, indefinible.
Resulta que todo el interés y toda la atención de todo el mundo ha recaído aquí, vete a saber por qué, convirtiendo el lugar en punto neurálgico y vital para la toma de decisiones y demás.
Toda la energía socio-organizativa está puesta aquí y se siente como un hormigueo vibrante y culebreante en el aire, intenso, tonificante, estimulante.
La contrapartida de esto es que todas las estructuras de poder anteriores han quedado olvidadas y abandonadas. Aunque, si te digo la verdad, tampoco lo lamento ni un poco. Las autoridades se han intentado adaptar a este nuevo contexto, la mayoría sin éxito.
Pero la actividad aquí no tiene en cuenta eso para nada.
El modelo antiguo no haya hueco ni asidero, no encuentra paralelismo ni similitud, no despierta complicidad ni reconocimiento alguno.
La nueva organización es fascinante y delirante. Imprevisible, cambiante y palpitante.
Ahora la principal dedicación es la transmisión de unos cánticos de esperanza. El siguiente me corresponde a mí interpretarlo.
Me reciben atentamente y me van explicando todo el tinglado, en la medida de lo posible. La gacetilla de la estación se ha convertido en referente y heraldo para la sociedad. Toda otra prensa ha desaparecido, pues los lectores las han abandonado completamente.
Lo surrealista de esta publicación cutrecilla, de escasas páginas y pésima maquetación y papel, es que versa principalmente sobre asuntos ferroviarios, de transporte y tal.
El caso es que, de alguna manera, los cantos de esperanza quedan reflejados, en forma de titulares sin sentido, que aparecen sobreimpresos de cualquier manera, en cualquier página y lugar, de ese panfletillo gratuito.
Esos mensajes son absurdos y solo leerlos te descoloca enormemente, pero, a la vez, una parte de ti puede reconocer en eso algo alentador, edificante, sugestivo.
Uno puede, más o menos, llegar a comprender una sociedad que avanza con la inspiración de esas misivas indescifrables, encontrando en eso una especie de motor y motivación que se sostiene y renueva día a día.
Pero cuando digo comprender no me refiero a racionalizar con argumentos sino a formar parte de, que es lo que nos pasa a todos. Formamos parte del juego, sin saber cómo funciona ni quién lo ha montado. Porque, en el fondo, es cosa de todos, o algo así, y, quien más quien menos, sabe que rastrear esas incógnitas lleva a ninguna parte o a la locura.
Pues bien, me dicen que mi canto es especial porque va a ser el 500 no-sé-qué y 50 no-sé-cuántos. Así que es un honor y una responsabilidad. Cuando cumpla esto podré ascender a otra dimensión más elevada.
Todos los cantos son totalmente improvisados y en lengua inventada. Todo el mundo sigue atentamente el acontecimiento. Algunas personas quieren amplificar su efecto haciendo que aparezcan en pantalla junto al intérprete algunos gatitos lindos y tal. Pero esta propuesta no parece demasiado pertinente o comprobada, así que no se acepta por ahora.
Cuando llega mi turno y comienzo a emitir mi canto, aparecen tras de mí, sobre mis hombros y a mi alrededor, algunas manos con calcetines con ojos, imitando a algunos animalillos. Parece que esto sí está permitido. No me lo esperaba y me ha gustado la sorpresa.