Mi padre detiene el coche junto a mi casa, acabamos de regresar de un largo viaje o algo así.
Llueve ligeramente y la luz es mortecina, como de amanecer temprano o de atardecer tardío. Hay una quietud y tranquilidad otoñal o invernal, oblicua, grisácea, suavemente desapacible.
Mi madre y alguien más salen del coche y se dirigen a la entrada delantera del piso. Yo también salgo y me dirijo hacia allí.
Pero a los pocos pasos me detengo y me doy media vuelta. Me percato de que mi padre querrá meter el coche en el garaje y que lo propio es que alguien le abra la persiana, para que no tenga que salir del coche y eso.
Entonces veo que la puerta por donde he salido no se ha cerrado bien y está entreabierta, así que voy y la empujo de nuevo para cerrarla. A la segunda o tercera se cierra ya bien.
Me dirijo hacia los garajes. Ahora no llueve y parece casi de noche. Le doy al interruptor de las luces y veo la cuesta que conduce a las persianas. Y por ella veo un bulto que se mueve andando como si tal cosa y que me llama mucho la atención. Está cerca, así que en cuatro pasos me pongo a su altura y veo lo que es.
Se trata de un hombrecillo de unos treinta centímetros, ataviado con una curiosa vestimenta, toda de tela negra, apagada, mate. Lo más llamativo es que porta un sombrero totalmente liso por arriba y de generosa ala circular, de quince o veinte centímetros de diámetro, más o menos. Y por todo el contorno de ese sombrero le cuelga una tela negra que llega casi hasta el suelo, tapando toda su figura menos la parte delantera, donde una estrecha porción queda abierta para ver por dónde anda. A través de esa abertura veo sus piernas y su tronco, pero no sus brazos ni su cara.
Mi reflejo instantáneo es hacer un amago como de ir a empujarlo, y ante este gesto reacciona y se pone en guardia, dando un pequeño paso hacia atrás. Su susto produce en mí un susto aún mayor y me despierto de golpe.
Ha sido una experiencia especial, nada más verlo he sabido que se trataba de una entidad o criatura de otro orden o dimensión, un encuentro inesperado y por sorpresa para ambos.
La curiosidad y la incredulidad es lo que me lleva a querer comprobar si es real o solo un espejismo. Pero a la vez hay un cierto temor todo el rato. Porque la certeza de su presencia es evidente y palpable.
Lo más sorprendente es que, al asustarle, yo he recibido un reflejo profundo y multiplicado de ese pavor. Una sacudida, un temblor, un terremoto sobrenatural, como en esas pelis de ciencia ficción donde algo o alguien representa la realidad entera, y cualquier accidente que sufra hace que el universo entero se estremezca y amenace con resquebrajarse. Pero en este caso el agitado y sobrecogido ha sido mi yo real y durmiente.
Y no sé si eso ha sido por la repentina conciencia de la imprudencia de mi temeridad o por algún tipo de conexión interior entre ambos. Como si fuera una parte de mí que se me apareciera así para yo comprender algo. Como si fuera una faceta viviente o una lección pendiente que buscara asimilación, solución, reparación o algo.
O todo a la vez. No sé.
Sin embargo, la sensación predominante no era la simbólica sino la real. Lo inquietante es no saber nada sobre su naturaleza ni la razón de su presencia. No lo he dicho antes, pero me parece que en esa parte del sueño yo era otra vez un chico niño chavalín. Con esa impulsividad inocente y peligrosa.
Creo que en parte mi reacción era puramente territorial. Qué haces aquí, seas-lo-que-seas? Si estás en mis dominios tengo derecho a saberlo.
Luego se me ha ocurrido que, aquel ser, bien pudiera estar también en su territorio. Su actitud así me lo ha sugerido. Solo que ha fallado la normal separación espacial, temporal, dimensional o lo que sea.
Y esto es algo en lo que solemos caer demasiado, en no pensar que nuestro mundo puede ser también de otros, que lo compartimos.
En fin, como sea. Para otra vez a ver si voy con más cuidado y saco algo en limpio, si es que se puede.