Estoy en un complejo bastante amplio y laberíntico, una mezcla entre centro comercial y bloque de edificios. Se supone que vivo aquí o algo así, aunque voy todo el rato como bastante perdido, sin que me suene nada ni con una idea clara de a dónde me dirijo.
Reconozco una tienda de una cadena comercial de alimentación famosa. Sé que tienen servicios y quiero mear, así que entro con toda la cara, voy, me alivio, salgo y ni compro nada ni nada.
Luego, tras largo rato deambulando errático, llego a un pequeño patio abierto, cuadrado, vacío, rodeado de muros. Un espacio alejado y recogido, casi secreto. Un lugar de descanso, una zona de pausa olvidada, abandonada. Un sitio donde respirar y ver la luz, aunque esté nublado, por cierto.
Me siento en el suelo, a un lado, apoyado en la pared. Llegan, o estaban ya, dos o tres amigos o conocidos. Llega una chica con su bebé y se sienta a mi lado. Me pongo a jugar con el bebé, le acerco mi mano a sus manitas y cuando nota el contacto hace mención de agarrarme, tierna y simpáticamente. El bebé juega a atrapar y doblar mis dedos, aunque apenas tiene fuerza ni precisión para ello.
Se escucha una música ambiental bastante agradable, y me divierte pensar que sale de mí, de algún aparato portátil que guardo en mi ropa. Me divierte saber ese secreto y adivinar cómo se sorprenderán los otros cuando me vaya y se den cuenta.
Entre mis dedos, con los que juega el bebé, sostengo un platillo redondo, como la tapa de un reloj, lleno hasta arriba de un aceite dorado, de reflejos tornasolados. El dorado proviene de una fina aleación de metal que flota sobre el aceite. La superficie es perfecta, pues me ocupo de que así se mantenga. A veces los reflejos dibujan sutiles formas cambiantes, que enseguida se desvanecen.
Hay alguna conexión entre la música y la balsita esta de aceite. Algo que da honda paz y serenidad.
En un descuido se me cae un poco de aceite sobre la mano y le llega un poco también al bebé, que se mancha la mejilla y se lo extiende sin darse cuenta, casi hasta la comisura de los labios.
No quiero que le entre en la boca, así que trato de limpiarlo como puedo. Su madre se da cuenta y lo toma en sus brazos al momento. Se altera por eso y lo limpia apresurada, pero no me lo recrimina. El aceite ese me ha pringado casi todo el antebrazo, así que me incorporo y digo que me voy a los servicios a lavarme.
Ellos me avisan de que se van al bar, que acuda allí cuando regrese.
Subo las escaleras y busco unos servicios. Seguro que tiene que haber unos por aquí cerca, pero lo desconozco, así que me dirijo hacia la tienda esa de antes, aunque esté más lejos.
Mientras ando, me voy asomando, por si acaso, en los sitios que pudieran tener servicios.
Veo un salón comedor, amplio, con sus largas mesas de blancos manteles, vacías, pero con los menajes ya dispuestos. Al fondo, en la pared, hay pintado un mural fascinante. De vivo colorido, pero a la vez de marcado carácter siniestro. La pintura está dividida en tres partes, separadas por las columnas que sobresalen ligeramente de la pared. La parte central muestra el título. A cada lado se muestra la misma pintura pero con ligeras variaciones. No acierto ni por asomo a comprender la razón o intención de esto. Solo sé que no me desagrada, me atrae, me intriga, me atrapa.
Entro al salón y me acerco, para ver si puedo leer quién es su autor. Cuando estoy cerca, las pinturas son diferentes a las que había visto desde fuera, aunque mantienen y conservan su atractivo para mí, su tono inquietante a la par que fascinante.
El colorido es intenso, con abundantes rojos, como de atardecer o así. La escena muestra una casa tosca y cuadrada, así como las del lejano oeste, a lo lejos algunas montañas, a un lado un árbol seco y retorcido, al otro lado algún barril o así, al frente, en la esquina inferior izquierda, un cartel con una palabra grabada sobre él.
No logro leer bien la palabra. Me parece que pone Coyote, pero luego dudo. Sobre todo por una horca de dos puntas, de madera blanca, que hay apoyada justo sobre la "t". Eso me confunde. Coyoye? Cotoye? Encima las primeras letras no las distingo bien, solo estoy aventurando. En fin.
Lo más flipante es que el conjunto dibuja una cara con expresión de vivo espanto. La puerta de la casa es la boca abierta, el porche hace de mostacho, la ventana de nariz y otros elementos los ojos. Y esto es un efecto óptico claramente intencionado.
Hay algo genial y pesadillesco en esta composición, a uno le deleita y perturba a partes iguales tan peculiar pintura. Te estremece con ambigüedad. Cuál es el mensaje que ha querido transmitir el autor? Hasta qué punto es fruto del talento o del tormento? No sé por qué me recuerda bastante a Lovecraft y su mundo.
Tampoco logro leer el nombre del autor. Las letras están ahí pero mis ojos no las identifican, un poco como con el cartel. Eso es que no quieren, que no pueden, o que no deben. Ya ves tú.
Sigo mi camino y llego a la tienda de alimentos. Esta vez les voy a comprar algo antes, para no abusar. Me dirijo a un mostrador y elijo un bocadillo de chorizo. Es tonto que elija esto pues ya no como carne, aunque su olor no me desagrada. Lo curioso es que tras ese mostrador casi no hay otra cosa que elegir, todo son bocadillos de chorizo y alguno de jamón.
Elijo uno bien pequeño. El dependiente me lo envuelve en una servilleta y se dispone a llevarlo a la salida para que lo pague allí, pero yo no quiero salir todavía, así que le pido que me lo cobre ahí mismo. Se da cuenta de mi intención y sonríe. El tipo es de rasgos marcados, mandíbula y cráneo tirando a cuadrados, pero afable, con mucho don de gentes, rapidez y soltura. La típica voz que te envuelve y agrada quieras que no.
Le doy un billete y de su riñonera saca el cambio, pero se le cae por el suelo. Me agacho a recogerlo y veo que hay varias monedas equivocadas. Se las enseño. Algunas son pesetas que ya no están ni en circulación. También hay otras dos muy extrañas y curiosas.
Tienen forma como de bandeja rectangular, tamaño libro de bolsillo, así como de plata o metal claro. La otra es un poco más pequeña y alargada.
La que me llama la atención es la grande. Sobre su superficie tiene grabada una escena tradicional, así como goyesca, y justo bajo ella se lee su leyenda, en cursiva, que dice: Tres millones de euros.
Me sorprendo mucho porque nunca había visto en mi vida esta moneda, ni sabía que existiera siquiera, y por la enorme cantidad que representa. Pienso que si no se la hubiera dado al dependiente y me la hubiera quedado, se habrían solucionado todos mis problemas de dinero para siempre.
Ahora el dependiente ya no es un hombre sino una mujer, bella y joven. Aunque, la situación sigue siendo igual, ligeramente tensa o comprometida, porque no estoy dispuesto a irme o rendirme tan fácilmente, no teniendo tan cerca algo así, habiéndolo tenido en mis manos y todo. Por eso nos vamos al fondo, a un rincón más discreto y apartado, a negociar.
Casi no hace falta ni hablar, tenemos una cierta comunicación silenciosa entre los dos. Ella también quiere hacer algo con esa bandeja, como si de repente hubiera tomado conciencia de lo que ha tenido todo ese tiempo entre sus manos, que antes ni sabía. Se le ocurre que yo me ocupe de donarlo a alguna asociación de ayuda para menores desprotegidos o algo así. Le quito la idea con un argumento muy sencillo, que ya no recuerdo. Le pido en su lugar que me lo dé a mí, que se convierta en mi socia y beneficiaria. Y al principio quiere, pero luego recapacita, no quiere perder su empleo.
Es cierto que una cantidad semejante se tiene que notar en las cuentas si falta o no. Aunque todo depende del control que lleven, y de las circunstancias en que haya ido a parar aquí.
No podemos adivinar nada de esto, así que es un riesgo. Igual seríamos tontos si no nos la quedáramos, o igual nos meteríamos en un lío enorme y de serias consecuencias.
Estamos en un punto muerto. La duda no nos deja decidirnos ni hacer lo uno ni lo otro. Y ya me despierto.