Soy de nuevo adolescente. Estoy en el instituto.
A la entrada hay como un quiosco de prensa, integrado con el recibidor.
Busco el número actual de una revista gratuita, que parece tener algo especial, no sé si relacionado con nuestro centro o conmigo o con qué. No sé si es el primer número que sacan, o sacamos. Sé que es de un formato inusitado, algo más grande del tamaño folio, papel de buen gramaje, a todo color, bastantes páginas, 50 o así.
Pero hay bastante ajetreo, gente que viene y va. No logro hacerme con ningún ejemplar, no porque se haya agotado sino porque no logro encontrar el montón.
Es primera hora de la mañana. Van a comenzar las clases.
Subo las escaleras. Me encuentro con un amigo.
Algo pasa relacionado con las perchas, ya no recuerdo qué.
Para la siguiente hora la profe nos dice que tenemos que salir afuera. Vamos a una calle cercana, no transitada, de las afueras, desde la que tenemos que observar algo en la lejanía.
Nos vamos sentando por el suelo y la acera, desperdigados.
Yo me siento apoyando mi espalda en un contenedor de la basura. Llevo un paraguas abierto, lo elevo hasta que la parte trasera del mismo descansa sobre la tapa del contenedor.
Lo que veo frente a mí es un edificio del que salen y entran personas. No tiene nada de especial.
Pero si levanto o bajo el paraguas ya no lo veo, desaparece la imagen y lo único que queda es el horizonte despejado y el cielo con nubes.
Tras varios intentos, constato y verifico que es el paraguas el que, de alguna manera, hace y obra semejante prodigio. Lo comento todo emocionado con la profe. Parece que esta es la lección que hemos venido a apreciar.
Otro compañero, que está de pie tras el contenedor, también puede ver esto a través de mi paraguas. Se me queja para que no lo mueva ya más.
Me exalta el asombro cuanto más me percato del inmenso alcance de esa especie de zoom inexplicable. Ese edificio, que veo como si estuviera apenas a unos pocos metros, cien o menos, se halla en realidad a miles y miles de metros, decenas de kilómetros tal vez. Tan lejos que ni se le adivina, allá por el horizonte.
Es increíble.
Incluso el más extraordinario de los portentos, el más fantástico de los ingenios, tendría que corregir la distorsión óptica y compensar la curvatura de la tierra, amén de otros muchos obstáculos igual de insalvables, para tratar de emular este fenómeno.
Y no sólo es esto, además encima también se percibe el sonido.
En realidad es como si se hubiera plegado el espacio, abolido la distancia, pues la escena se presenta ante nuestros ojos con total y absoluta realidad, presencia, corporalidad.
Ahora que me fijo, veo a un lado del edificio un pequeño bar con un toldo. El toldo es rojo y tiene impresas unas letras doradas, en tibetano, creo adivinar.
Es una lamasería, me viene a la mente, sin saber qué pueda ser eso.
De dicho local entran y salen monjes budistas con sus túnicas rojizas.
Uno de ellos me pide por señas que le acerque mi mano, la toma y se pone a tamborilear con sus dedos sobre mi palma abierta.
Parece seguir alguna coreografía preestablecida, concreta, una especie de digitopuntura cosquilleante y sutil, cuya finalidad o significado desconozco, aunque percibo como positivos.