Estoy en mi pueblo, es de noche, vamos un grupo de amigos, entramos en un edificio abandonado, en ruinas.
Las habitaciones están sumergidas en agua, buceamos con linternas, estamos buscando algo.
El agua esta fría y las habitaciones lucen oscuras, desordenadas, asoladas. Pero no en grado extremo, hay un sutil matiz que hace de la inmersión algo agradable, confortable, emocionante.
En un rincón de una pared hay como un charco de una suerte de agua-hielo turquesa, tornasolada, que emite unos destellos diamantinos y brilla intensamente, mostrándose luminosa y vivificadora bajo el haz de mi linterna. No se mezcla con el agua en que estamos. Debe de tener propiedades diferentes, tal vez especiales, pero ni idea de cómo aprovecharlas. Además, no es lo que estamos buscando.
Avanzamos buceando entre pequeños organismos translúcidos, semitransparentes.
Sólo se aprecia con algo de detalle su forma cuando se mueven o les alcanza la luz de las linternas. Son inofensivos.
Cuando hacemos movimientos rápidos se espantan y provocamos una estampida general. Salen a millares de todas partes, se apelotonan, generan como una masa de alarma y confusión viviente. Hay tantos que parece como si el agua se condensase.
No supone gran problema atravesarlos, pero por un momento ha llegado a inquietarnos tal cantidad de criaturas y tan inesperada escalada y sensible reacción. Debemos evitar violentar o perturbar innecesariamente este microhábitat extraño que hemos invadido.