El problema del lenguaje es que no siempre cumple adecuadamente su función comunicativa.
A menudo, las palabras que pronunciamos nos vienen grandes o se nos quedan cortas.
Por eso la conciencia y su precisa manifestación, siempre son y serán más relevantes que las verbalizaciones.
Esto no quiere decir que deba demonizarse el habla, sino que conviene que sea más cabal.
Abundar en la palabrería es vivir en la mente, abundar en la acción es vivir en el corazón.
Esos dos campos no son antagonistas, aunque pueden estar en conflicto si no se organizan como deben.
Pues la raíz de todo buen hacer está en la conciencia, que es previa y mayor que la mente y el corazón.
Sin conciencia, las palabras solo son ruido y las acciones solo son despropósito.
Una conciencia madura se conduce idóneamente y hace un uso de la palabra concreto, claro y conciso.
Como se suele decir: Obras son amores, y no buenas razones.
Cuando una sociedad recorta su capacidad de interacción personal y la sustituye por meras virtualidades, la cosa solo puede ir de mal en peor.
Las redes sociales están convirtiendo al ser humano en un simple producto de entretenimiento, en una mascota virtual.
Los voceros dicharacheros, hacen de su labia oficio y pretenden sacar réditos de sus opiniones.
Pocos de esos valen la pena.
Pues, quien más habla suele ser quien menos escucha; y quien poco escucha, nada sabe.
Ese parloteo, más que nada, intenta disimular el atroz vacío de esta atomizada sociedad.
Además, puedes desencaminarte grandemente si te formas tu idea de la realidad a partir de la visión de susodichos creadores de contenidos.
Incluso aun cuando sus mensajes fuesen impecables y certeros, el medio por el que los difunden hace que se vuelvan causa de alienación.
Cuando por la calle ves que todo el mundo tiene la mirada fija en su teléfono, estás contemplando el fin de la humanidad.
Y no exagero.
Subordinarte a la máquina, te deshumaniza.
A menos cordura, más fanatismo-chaladura.
Otro síntoma preocupante es el desaforado consumo de ficción, que trata de compensar el páramo existencial debido a la insuficiente y deficiente concordia.
La ficción producida para las masas, está siendo exorbitantemente utilizada como vehículo mediante el que infectar con tóxicas tergiversaciones la mente del público; sin casi disimulo.
Nada edificante ni ejemplar, desde luego.
Por otra parte, el acceso ilimitado a la información también tiene su lado peliagudo.
Puede llegar a esclavizarte y a desconectarte de la realidad.
Demasiada dedicación a la teoría, va en detrimento de la práctica.
Por ejemplo, los cursos de formación a distancia, son mayormente una estafa.
No hay verdadero aprendizaje sin practicar efectivamente.
La relación discípulo-maestro no puede virtualizarse.
Los fantasmas no tienen capacidad tutelar.
Ser autodidacta está muy bien para algunas cosas, pero no para todo.
Aceptar pseudo-sucedáneos de eso, es tomar gato por liebre.
Cuanto más la sociedad se presta a ese ombliguismo y deslocalización, más se idiotiza.
A mayor disfunción social, mayor abundancia de ideologías estúpidas.
Vivir en una burbuja digital, solo sirve para alimentar delirios y absurdeces.
Claro, no todo es pésimo respecto a la red de redes.
Hoy se nos ofrece una insólita oportunidad extraordinaria, para subsanar y enmendar carencias y errores que nuestra cultura lleva arrastrando siglos.
Pero esta posibilidad servida en bandeja, esconde una pega.
Nos obliga a aproximarnos a ella separadamente.
Y eso minimiza enormemente el aprovechamiento de ello.
Lo estamos viendo claramente.
La brecha que separa a los que comprenden lo que sucede de los que siguen en la inopia, es cada vez mayor y casi insalvable.
Vemos pues que la tecnología está resultando ser un regalo envenenado.
Ya que, aporta tanta o más desinformación que información.
Ese pérfido sistema, lo que busca y persigue es que toda la población se vuelva autista.
Cada uno prisionero de sus propias paranoias e incapaz de relacionarse con los demás.
Encima, esta tecnología aporta grandes ventajas a aquellos que desean someter a la humanidad.
Pues permite monitorizar fácilmente a todos los sujetos, detectar a los díscolos y neutralizar su alcance o reconducir su avance.
Simplemente sobreestimulando las taras de cada cual, se aseguran de que la capacidad de entendimiento mutuo sea cada vez más ardua e improbable.
Por eso, aquellos que buscan la cordura en las eminencias del pasado, tampoco están a salvo de caer en un distanciamiento incapacitante.
Quien vive a hombros de gigantes, huye de sus semejantes.
Es muy triste ver vidas por entero dedicadas al estudio, pero con nulo provecho en su aplicación vital.
Es un poco como los superdotados; cuya aguda mente, rara vez les hace ser mejor humanos.
Si no se hace bien, la búsqueda del conocimiento puede ser tan alienante como cualquier ocio estupefaciente.
Adquirir sabiduría es algo muy loable y noble; pero si uno no logra compartir eso con su prójimo, uno queda en una situación peor que la del ignorante.
La nota discordante, tiende a ser silenciada; por las buenas o por las malas.
Si tu conocimiento no es trasladable de algún modo positivo y apreciable, atraerás hostilidad creciente.
El lenguaje cumple una función conectiva, ayuda a relacionar y vincular a las personas.
Tu saber debe traducirse en un mejor entendimiento y disposición para con los demás.
O si no, vas mal.
Esta exigencia no es un requisito opcional ni añadido.
La importancia del prójimo es intrínseca, inherente a nuestra existencia.
Hasta tal punto que, desatender eso, lleva a nuestra rauda desaparición.
Nada de lo que hoy disponemos sería ni remotamente viable desde una bio-especie compuesta de unidades autosuficientes.
Nuestra interacción con el entorno es también muy significativa y no debe tornarse aún más remota e inepta.
Cuando en nombre del autosustento se pretende disgregar al ser humano de la naturaleza, ya puedes figurarte que la intención subyacente es malévola.
Por eso, para desenvolverte bien, debes comprender cuál es tu posición en la jerarquía absoluta y cuáles son tus deberes para con tus semejantes y tal.
Estas obviedades ya las teníamos bastante bien aprendidas; pero la modernidad ha acarreado tal descalabro, que nos obliga a reaprenderlas.
Afortunadamente, la palabra escrita nos permite acceder a excelsos legados de los que mucho se puede aprender.
Pero una lengua que ya no se utiliza para su función social, está enferma terminal.
Es un moribundo cuya carne va cayéndose a pedazos.
Una lengua muerta, sería cual esqueleto mondo y lirondo; pues todavía conserva su capacidad de transmitir conocimiento, pero carece totalmente de desempeño fraternal.
Cual vestigio preñado de visos espectrales.
Lo cual no impide que las verdades universales tiendan a pervivir en el tiempo, pasando de una lengua a otra.
Por ejemplo, las lenguas clásicas.
El saber generado en esos idiomas, sigue existiendo y sigue accesible para quien aprenda a manejarse con ellos; o con sus traducciones.
Pero las lenguas clásicas ya no vertebran la vida social de ninguna comunidad.
Una lengua muerta es como un vetusto coche sin combustible: Aún te permite maniobrar si logras aplicarle un empuje suficiente, pero no vas a llegar muy lejos así.
Una lengua viva te concede gran capacidad de movimiento y gran impulso, dentro de unos límites razonables.
Las carreteras por las que puedes transitar, se establecen por consenso mediante la convivencia cotidiana de las personas.
Ese enriquecedor intercambio, es crucial para la vigencia y pertinencia del idioma.
El idioma es un logro y un tesoro, forjado y templado por nuestros antepasados.
La comunidad da vida a su lengua y la lengua da vida a su comunidad.
Ahora bien, la humanidad tiende a agruparse en torno a idiomas cada vez más globales.
Esto implica que los dialectos regionales están cayendo en inexorable desuso y abandono.
Y eso es comprensible, siempre y cuando ese cambio se produzca de manera natural.
Cual cangrejo que adopta una mejor caracola para convertirla en su morada.
Por desgracia, hoy en día la clase política interfiere en eso; como en tantas otras cosas.
Los sátrapas explotan la comprensible nostalgia del terruño, para ganarse la aquiescencia del vulgo.
Lo cual desemboca en una artificial imposición del dialecto regional, atribuyéndole disparatadas ínfulas de importancia.
Cosa que deriva en un demencial chovinismo supremacista.
Y así la trilería de unos, provoca la involución de muchos.
Tal penoso e insensato desastre, solo puede acontecer cuando la cultura imperante está profundamente degradada y envilecida.
La lumbre y guía del buen entendimiento, depende totalmente de la calidad de nuestra existencia grupal.
El deterioro de una lengua, se percibe claramente en el empobrecimiento comunicativo de las sucesivas generaciones, en la endeblez de su integridad y en lo deplorable de sus prioridades.
Una comunidad que descuida la habilitación de sus descendientes, está en vías de extinción.
La palabra es tan útil como atinadamente sea concertada y aplicada.
Y con aplicar me refiero a darle un uso práctico y oportuno, en una óptima interacción con el prójimo.
Si se pretende quitar de la ecuación al prójimo, la lengua deviene totalmente inefectiva.
Cual balbuceos de gagá.
La fauna de anomalías derivada de ese solipsismo, no es pequeña.
La idea del ermitaño que alcanza por sí solo la iluminación, es más romántica que real.
Un loco no es un genio que no logra hacerse entender, sino un desdichado que no logra entenderse ni a sí mismo.
El enajenado no consigue dialogar con la realidad, pues está forcejeando con sus propios desvaríos.
Es un poco como el exaltado extasiado que empieza a hablar en lenguas desconocidas.
Espectacular prodigio inservible.
En el otro extremo, cuando se intenta expresar algo más elevado que el nivel de conciencia actual, se provocan más confusiones y malentendidos que otra cosa.
Los santos y los profetas resultan incómodos y peligrosos, pues traen ideas que pueden perturbar bastante el orden establecido; aunque rara vez logran tener apenas repercusión.
Las tribus primitivas sabían aprovechar eso, dándoles un papel más o menos acotado y restringido.
La clave para que el lenguaje sirva a su propósito, está en que las personas tengan buenos vínculos entre sí.
De ese modo, la conciencia equilibra los excesos y las carencias.
Dos buenos amigos se entienden perfectamente casi sin hablar.
Saben discernir desde dónde les nacen las palabras, en sus mejores momentos y en sus días foscos.
En el fondo, el único lenguaje verdadero es el amor.
Si falta eso, todo se derrumba.
La salud de una civilización, se mide en su capacidad cotidiana de expresar amor.
Esa radiante esplendidez, requiere lucidez y responsabilidad para su apropiada traslación en buenas obras que aporten al bien conjunto y compartido.
No admite postureos ni desidias.
Crecer por el buen camino, exige compromiso y persistencia.
No es un cuentecito de hadas ni una fantasía idílica.
Lo existencial, lo experiencial y lo esencial deben confluir sublimemente.
El sentido común depende de la realidad, del contexto concreto y actual, y de su significado trascendental.
La raíz sagrada es ineludible.
Pretender ignorarla, lleva a la ruina; ídem el rendirle una beatera pleitesía hipócrita.
El egoísta alberga una noción amañada de la realidad, de ahí su relativismo moral y su incapacidad de amar.
Su egocéntrico vocabulario de yo-yo-yo, le impide reconocer y conocer al prójimo.
La modernidad está propiciando esa calamidad, mediante lejanía y velocidad.
El estrés y el distanciamiento nos impiden conectar.
Fugacidad y fragmentación, astillan la cordura.
Si al lenguaje le interponemos una tecnología que traslada la comunicación a un plano virtual, ubicuo, no local, estamos distorsionando gravemente su función y sus resultados.
Dicho más claro: La red social daña nuestra capacidad de vincularnos porque nos hace mensajearnos de un modo despersonal.
Y cabe añadir: El canal de comunicación, condiciona y afecta también al mensaje.
Un entorno inhumano, te imposibilita emitir humanidad.
Estamos pues mutando hacia una neolengua a la par que devenimos post-humanos.
Si tus manos son tijeras, tus caricias solo pueden ser hirientes.
Es por eso que la red saca lo peor de cada cual.
Esa incubadora está alumbrando el modo de ser que le corresponde:
Lo monstruoso anti-humano.
Ese odio incesante, es un desesperado grito de asco y de parto.
Que en el fondo no va dirigido hacia los otros interlocutores, sino que es una visceral protesta por lo nefasto del marco intermediador, ese tecno-bioma despiadado.
Los iracundos no necesariamente son conscientes de la causa de su enfado, pero su proliferación habla alto y claro de que hay un serio problema.
Es como cuando un bebé llora desconsoladamente: Él no sabe lo que le aflige, pero sabe manifestar inequívocamente su malestar.
Alarma que no se atenúa hasta que no se soluciona el trastorno que la ha desencadenado.
Las cruentas injurias, abundan debido a esa impersonalidad de la red social.
Muchos no logran comprender que eso sea realmente así.
El espejismo virtual les ciega.
Que tú veas y oigas una transmisión de alguien, no significa que estés en verdadero contacto con ese alguien.
Si la palabra contacto contiene la palabra tacto, es por algo.
La señal digital es lo bastante similar a la realidad como para confundir tu criterio, pero es obvio que eso está lejos de parecerse a lo presencial.
Una fotografía no equivale a lo que está retratando.
Si yo coloco en un escaparate varios objetos entre los que intercalo imágenes hiperrealistas de dichos objetos, tú lo vas a tener muy difícil para distinguir el engaño desde la calle.
Ese es el peligro de las pantallas.
Lo virtual es todo fachada, el terreno ideal para que prospere lo superficial y se atrofie lo esencial.
Es un campo de juego perverso, pues te hurta lo más valioso: al otro.
En la viva interacción lo que se intercambia es mucho más que las palabras pronunciadas.
Cara a cara, las buenas maneras no son opcionales y las desconsideraciones se pagan.
La virtud solo puede brotar en la realidad.
Este mundo no es para vivirlo en modo espectral.
Un desasirse de lo tangible, llama al caos y a la perdición.
Por eso, en una pantalla la palabra queda descontextualizada, disociada, desnaturalizada y se convierte en instrumento al servicio del mal.
La voz del narcisista ya no busca comunicarse, sino realimentarse de su propio eco y cosechar notoriedad.
Y para colmo, las redes se permiten la desfachatez de ejercer de censoras.
No solo es extremadamente necio degenerarse mediante el consumo de espejismos, sino que además eso propicia ser adoctrinado en los conceptos que debes adoptar y los que debes abandonar.
Fantabuloso.