Hemos llegado a tal extremo de locura colectiva, que estamos viendo gigantes donde solo hay molinos.
Llevamos demasiado tiempo jugando a un juego amañado.
Nos chifla eso de dejar en manos de otros aquello que más esfuerzo nos requiere.
Nuestra frase recurrente es: Ocúpate tú, que yo estoy ocupado.
Lo cual es comprensible, pues distribuir las tareas es una estrategia sensata y conveniente.
Eso nos permite complementar nuestras mejores cualidades, para beneficio de todos.
Sin embargo, esa dinámica se pervierte fácilmente.
Desentenderse de asuntos importantes, trae malas consecuencias.
La salud es uno de esos temas donde el hacerse el tonto se paga muy caro.
Un puñado de decenios ha bastado para abrir una enorme brecha entre la sociedad y la cordura.
El conocimiento se ha cuarteado, desmenuzado y dispersado.
Hoy en día, alcanzar una visión global certera y profunda, es un lujo al alcance de pocos.
La mentalidad explotacionista, lleva a perseguir con afán monopolizador un conocimiento especializado.
Así, todo saber adquirido es ruinmente esgrimido como arma ventajista, como palanca escisoria, como cetro elitista.
Los especialistas utilizan jergas deliberadamente alambicadas y enmarañan sus argumentos, para mejor defender su privilegiada posición y ejercer de jueces supremos, cuyo veredicto sea ineludible e inapelable.
El experto aspira a ser la máxima autoridad, el amo del cotarro.
Por eso el conocimiento se ha convertido en una mercancía exclusivista y los foros divulgativos se han vuelto cacofónico bullicio fraudulento, zoco de tahúres y trileros.
Los especialistas luchan por ser los primeros en adquirir cualquier saber valioso que nadie más pueda alcanzar.
Ambicionan deslumbrar al personal, ganar clientela y hacer caja.
Para ellos, jugar limpio equivale a ir a la quiebra.
No pueden permitirse ser alcanzados por el entendimiento general, por eso siempre están liando la madeja y ultracomplicando hasta el absurdo sus planteamientos y proyectos.
La sociedad tiene un estereotipo idealizado del especialista, le presupone una integridad y unos valores que no suele tener.
En una competición de ratas a la carrera, las que toman la delantera suelen ser las más despiadadas y carentes de escrúpulos.
No hallarás santos benefactores en los altos cargos, ni en las principales instituciones.
Los inversores y los especialistas sacan lo peor de sí mismos, en su mutua pugna por ver quién obtiene mayor porción de poder a costa del otro.
El dinero manda y es muy mezquino en sus decretos, que nos arrastran a todos en una espiral demoníaca.
En la industria cinematográfica se ve claramente cómo funciona esa envilecedora corrupción tiránica.
Los que tienen la pasta imponen sus criterios, convirtiendo las obras en panfletos, más o menos disimulados, de propagandas infectas.
Todo el que quiere dedicarse al mundo del cine, sabe las opciones que tiene: O pasar por el aro, o pasar hambre.
Esto mismo sucede en el mundo de la investigación.
O comulgas con los axiomas inculcados, o ya te puedes ir comiendo los mocos.
Es por esto que la mayoría de las publicaciones divulgativas son una sarta de tecnicismos sesgados e inútiles.
Toda esa palabrería elaborada por encargo, ha servido para moldear malamente la cultura de la sociedad.
La gente ha perdido toda noción juiciosa, y por ello se traga cualquier trapacería servida en bandeja.
Eso tiene pésimas repercusiones, pues da fueros a los pérfidos que quieren desgraciar a la humanidad.
Si cada vez estamos más al borde del precipicio, no es por casualidad.
Se nos ha ido arrinconando lenta y disimuladamente, cebados con desconocimiento y mentiras.
Por eso ahora el miedo campa a sus anchas y hace estragos, ofuscando el poco sentido común que nos quedaba.
El engaño es una niebla venenosa, que descarrila a los pardillos.
Al no estar equipados de herramientas cognitivas ni tener suficiente experiencia reflexiva, la mayoría pica en las falacias y se ensarta con su anzuelo.
Dan por bueno el absurdo relato oficial, y adoptan una lógica nefasta y deficiente.
Se vuelven sumisos siervos, dóciles y obedientes, conducidos por una senda errónea que lleva a mal término.
Quizás en el fondo muchos semi-intuyen que están bailando al son de una patraña macabra, pero aun así prefieren secundarla.
Ya que, cuestionarse el discurso imperante, les obligaría a replantearse las bases de su acervo, a cribar más finamente su discernimiento de lo verdadero y de lo falso.
Faena engorrosa y nada apetecible, para aquellos que han vivido cómodamente adocenados.
Antes morir que pensar, es su lema.
Y así estamos como estamos, inmersos en un colosal embuste delirante, aplaudido y acatado por incautos ingenuos en la inopia.
Casi dan ganas de traducir a cuentecillo el susodicho sinsentido, por ver si de ese modo los perdidos se percatan del espejismo en que andan sumidos.
Tal de aquesta guisa:
Pues que había una vez un reino que tenía unos especialistas listisísimos que hacían muchismos descubrimientos cada día.
La gente estaba asombradísima con tantas sorprendentes novedades incomprensibles.
Y con pasmo se decían: Somos muy afortunados por tener en nuestro reino unos sabios tan sabios, que no dejan de sorprendernos con sus sabisdurísimas sabindurías.
Que gracias a ellos semos sabedores de que entre la célula y el átomo existe una criatura legendaria llamada el antimidas.
Y que es la causa de que las calles estén repletas de pordioseros y mierdas de perro.
Pues resulta que esa minusculidad de criatura, tiene un poder extraordinario: Nada más y nada menos que el de convertir el oro en plomo.
Lo cual provoca una serie de complicadas reacciones concatenadas que transmutan la materia viva, degradando en varios estadios sus cualidades y su categoría.
Y por ello, si te asalta el antimidas, te va deteriorando inexorable y progresivamente.
Va minando y arruinando tus entrañas, convirtiéndote en una cochambre mugrienta y andrajosa, que se va descomponiendo mierdosamente tirada por cualquier lado, hasta quedar reducida a mísera cagarruta, para mayor alegría de escarabajos y compañía.
Debemos pues estar agradecidísimos a nuestros sabios por habernos advertido de tan temible peligro, tan espantoso e invisible.
Sobre todo invisible, pues ni la más ilustrísima de dichas eminencias ha logrado jamás ver en acción a esa mítica abominación.
Por lo tanto, todas sus sagacísimas deducciones se derivan de indicios indirectos.
Imagínate cuán brillantísimas no han de ser nuestras excelsas lumbreras, para lograr colegir tan tremebundas conclusiones a partir de elusivas sombras colaterales.
Cualquier otro memo se llevaría a error ante semejantes inciertos vestigios.
Pero ellos no, ellos culminan victoriosamente dicha gesta, gracias a su magna sapiencia inigualable.
Tan portentosa es su docta erudición, que parece magia.
Y por ello les debemos total reverencia y pleitesía, pues a su lado no somos sino meros simios de nulo seso y provecho.
Dudar de su honestidad, sería fea osadía y afrenta.
Pues nada hay más incólume y distinguido en el olimpo contemporáneo, que el versado abnegado.
Cuyos denuedos y desvelos nos salvan de sucumbir al más atroz de los destinos, que es lo que mereceríamos, por cretinos.