La memez de la alta cocina no tiene límite.
Los cocineros se sacan de la manga propuestas cada vez más descabelladas, tratando de alcanzar la fama.
En pos de la originalidad, realizan manipulaciones grotescas y absurdas.
La última ocurrencia del destalentado de turno, ha sido la de añadir hueso a sus platos.
Me explico:
En el núcleo de cada alimento, ha introducido un carozo.
Incluso en las piezas más impensables y pequeñas.
La cosa empezó como una tonta broma.
Jugueteando con lo que tenía a mano, se le ocurrió ponerle hueso a los pepinillos.
Luego fue aplicando la idea a otros alimentos.
Pero pronto se vio limitado por el tamaño del carozo, y ese impedimento le resultaba intolerable.
Así que se puso a buscar un reemplazo más dúctil y amoldable a sus propósitos.
Se devanaba los sesos considerando posibles candidatos, sin dar con el adecuado.
Hasta que, se le encendió la bombilla y le llegó la solución de golpe:
Oro.
Eso era.
No cabía en sí del entusiasmo.
Aquello sobrepasaba todas sus expectativas.
Con tan poderoso aliado, el éxito estaba garantizado.
Y así fue.
En cuanto lanzó su propuesta, su restaurante se convirtió en el más rompedor y novedoso.
Y ahora es el súmmum del elitismo.
Reservar mesa, solo está al alcance de las verdaderas fortunas.
El protocolo es muy estricto.
El comensal debe realizar un depósito por el importe del menú seleccionado.
Hay que tener en cuenta, que el precio de los platos está determinado por la cantidad de oro presente en sus ingredientes.
Algunos alcanzan cifras realmente desorbitadas.
Pero eso no es todo.
Tanto el restaurante como el comensal, deben estar personados notarialmente, durante todo el proceso de elaboración del menú, para dar garante y conformidad de la autenticidad del oro y de su inserción en cada ingrediente, con absoluta exactitud y certidumbre.
Luego el comensal disfruta de su caro capricho, y después se procede al recuento de las pepitas presentes en su plato.
Tantas pepitas como el restaurante recupere, proporcional dinero le será retornado al comensal.
Así pues, lo verdaderamente penalizador es engullir accidental o voluntariamente el oro.
Por eso, algunos platos son más temibles que otros, ya que el tamaño de las pepitas está condicionado por el tamaño de los ingredientes utilizados.
El plato de arroz, es la cumbre más aterradora, tanto para los cocineros como para los comensales.
Rara vez es solicitado.
Todo esto, limita enormemente la posible clientela.
Sin embargo, el artífice de este tinglado, ha sabido aderezar su ingenio con otras maquinaciones no menos maquiavélicas.
Ha dividido su restaurante en tres zonas, de área decreciente.
La mayor, es el restaurante para la clase alta. La mediana, es un bar para la clase media. Y la pequeña, es otro bar para la clase baja.
Ordenados en esa secuencia.
Una pared de cristal separa el restaurante, del bar de segunda. Y un espejo unidireccional, hace lo propio entre el bar de segunda y el de tercera, con su cara reflectante orientada hacia el bar de tercera, obviamente.
El cometido de tales argucias, es para obtener otro atractivo añadido, gracias a que en el bar de tercera se dispensa la bebida de una manera muy peculiar.
Me explico:
Solo se sirve un tipo de bebida, el típico brebaje alcohólico de baja estofa, a un precio asequible.
Pero no se utilizan vasos.
La bebida está colocada en grandes cilindros de cristal, de cuya base nace un tubo flexible que termina en un chupete.
Cada cilindro tiene una capacidad máxima de 12 galones, y está calibrado, con muescas que indican el volumen consumido, señalado por la altura del líquido remanente.
En este bar, la única manera de acceder a la bebida es participando en un concurso.
El planteamiento del mismo es muy sencillo: Quien beba más cantidad en 15 minutos, no paga su consumición.
La barra tiene una capacidad para 15 consumidores, que deben ceder su puesto tras su ronda de trasiego.
Para más escarnio y regodeo, las tetillas dispensadoras no proporcionan un flujo continuo, sino que obligan a una succión activa, que da aún más comicidad a los ímpetus vehementes de los ansiosos libadores.
Con cada sorbo, obtienen en cuantía un chupito de la bebida, aprox. Suficiente para que los más ávidos se atraganten, para risa y jolgorio de la concurrencia.
Se comprende pues, que esta actividad supone un grande entretenimiento para la clase media y alta, que se solaza efectuando apuestas a costa del alcoholismo desaforado de los desdichados.
La clase media también está sujeta a ciertas normas.
La barra tiene igualmente capacidad para 15 consumidores, pero por lo demás es un bar convencional, con variedad de bebidas y servidas en vaso.
La clase media no consume por competición, sino por esparcimiento.
Sin embargo, a cada consumidor se le asigna un asiento al azar y está obligado a apostar por su directo equivalente de la barra del bar de tercera.
La apuesta mínima supone un importe considerable, similar a pagar una ronda de consumiciones de toda la barra.
El consumidor que gana la apuesta, recupera su dinero, y con un poco de suerte, hasta puede obtener más.
La cosa va así:
La clase alta tiene opción a apostar contra la clase media, o sea que si el apostante-medio pierde, el apostante-alto obtiene la cantidad comprometida por el apostante-medio.
Pero si el apostante-medio gana, obtiene además la cantidad comprometida por el apostante-alto.
La clase alta solo tiene dos restricciones. Una: Que cada persona solo puede hacer una apuesta por ronda. Y dos: Que no puede apostar directamente sobre la clase baja.
Así pues, la diversidad disponible es directamente proporcional al número de consumidores presentes en la barra del bar de segunda.
El bar de tercera siempre está repleto de infelices, por supuesto.
Y bueno, entre unas cosas y otras, todos se lo pasan de lo lindo, regodeándose en sus respectivas miserias y soberbias, para lucro y gloria del rufián de turno, de exquisitez culinaria del culo, o ya me dirás tú.