Un prestigioso joven pianista de jazz se dispone a dar un recital, el auditorio está abarrotado y espectante en la oscuridad. El escenario es sobrio y oscuro, la iluminación es tenue y solemne.
Apenas el artista ha comenzado a tocar unas notas, empieza a caer del techo una inesperada lluvia de confeti brillante.
A un lado del escenario se recorta la silueta de una mujer, que entra en escena y todos inmediatamente reconocen como la pareja del pianista. En su andar, en su vestido y en su sonrisa radiantes, se adivina una alegría exultante, propia de la sorpresa que está provocando.
Resuelta y felina, se sube a la cola del piano y se pone a cuatro patas, ofreciendo su trasero a su pareja, con la falda levantada.
En sus blancas bragas hay una frase en inglés: Empujar para casar.
Ni corto ni perezoso, el pianista se avanza y le da un par de firmes y apasionados besos-topetazos en la diana expuesta.
Entonces ella se hace a un lado, él se sube al piano, se baja los pantalones y exhibe sus blancos calzoncillos con la frase: Tirar para casar. A lo que ella procede, con deleite y entusiasmo.
El público prorrumpe en aplausos y vítores, se desata un eufórico alborozo, grandioso y efervescente, bravío y oleante, incontenible e inolvidable.