(Originalmente publicado aquí: http://creatividadquiendijomiedo.blogspot.com/2011/04/al-fin-los-zorks.html)
De las muchas intervenciones para alcanzar la inmortalidad, la más delicada es la de integrar el zork. Todo lo demás puede faltar y no pasa nada, pero como el zork te falle, adiós muy buenas.
Un zork es caro como él solo, cuesta un ojo de la cara y un riñón, literalmente. Por eso es una inversión que no se puede hacer a lo tonto. No se admiten devoluciones, así que más vale tenerlo muy claro y no cambiar de idea luego.
La historia del zork es bastante curiosa. Resulta que este cacharro es un invento bastante antiguo, concretamente del renacimiento, lo que pasa es que hasta el siglo veintiuno no se sabía nada de él.
Lo descubrieron por casualidad, al levantar el suelo de una casa para hacer unas reformas... Lo típico, la mujer que se cansa de ver siempre igual su casa y no para de porfiar hasta que su marido se mete en obras. Lo que sea con tal de no tener que escucharla más. Madre mía, qué pesada, qué agobio de mujer. Quién me mandaría a mí casarme, con lo bien que estaba yo solo. Jesús qué cruz, cualquier día de estos, salgo por la puerta y... Ondia! Quesesto? María! Vente pacá, mia que cacharro más raro mi encontrau!
Y esto qués lo qué?
Nusé...
Y así fue como apareció el cacharro.
Como les pareció un trasto, lo dejaron por ahí olvidado sin más. Pasaron los años, el marido murió, la mujer se hizo mayor, el banco reclamaba la casa por impago de la hipoteca... Lo típico.
En estas, cuando ya la estaban desahuciando a la pobre viejita, vio en un rincón el trasto inútil y le entró como una morriña repentina inexplicable, así que lo cogió y se lo llevó.
Fue lo único que pudo salvar de su pasado, así que se agarró a él como a un clavo ardiendo. Y, como no tenía dónde ir, la buena señora fue alojada, aparcada sería más exacto, en una residencia para pobros sin techo ni provecho.
Pasaron más años. La viejita se hizo longeva y centenaria. Todos se iban muriendo menos ella. Era la veterana del lugar. Le empezaron a dar medallas y premios. Luego vieron que algo raro pasaba, que no era normal que la tipa no espichara. Que esta va para eterna, tío, que le hemos retirado todo alimento y cuidado y que no la palma, que no estira la pata la pajara.
De puro aburrimiento se cansaron y se olvidaron de ella.
Pasaron más años todavía. Entró nuevo personal en la residencia y, alguien, revisando los archivos vio que la leyenda era cierta, que había documentos probatorios de que la viejita aquella ingresara en la institución hacía la friolera de 600 años.
El nuevo director en ciernes, por estar aún verde y fresco en sus ilusiones y aspiraciones, decidió que eso había que investigarlo, que había que estudiar y descubrir la causa de tan extraordinario caso.
Le asignaron la tarea a un becario pringao, que dio la casualidad que era diplomado en historia del arte. Así, entre recado y recado, se dio cuenta de que el cacharro ese, que la vieja no soltaba ni a sol ni a sombra, ni de día ni de noche, ni así la mataran o despellejaran viva... El cacharro ese, decía, tenía una firma grabada a buril en una esquina.
Y lo que se leía en aquella firma era "Salai". Nombre que enseguida reconoció el becario, pues se trataba, ni más ni menos, que de Gian Giacomo Caprotti da Oreno, el más querido, en todos los sentidos, ayudante de Leonardo Da Vinci.
Eso fue todo un descubrimiento. Tate, aquí hay tema, mal se me tiene que dar la cosa para que de esta no me haga célebre, archiconocido y multifamoso. Pensó el becario, que había encontrado una buena motivación para quitarle el trasto a la emperrada, empecinada y testaruda vieja de las narices.
El becario estaba decidido a jugárselo todo a una carta. Esperaría a la noche y le quitaría el cacharro a la vieja, aunque tuviera que romperle sus apolillados huesos para lograrlo.
Bueno, decirlo fue más fácil que hacerlo. La vieja tenía pinta de momia amojamada, pero por dentro se conservaba fuerte como un roble. Tras unos intentos infructuosos, se dejó de historias y cortó por lo sano.
Coincidió que estaban de reformas en el recibidor. Porque la señorita recepcionista decía que así no se podía trabajar, que era una vergüenza lo mal combinados que estaban los colores, que le hacía mal a la vista tanta ordinariez desfasada, que había que poner suelos nuevos y que si patatín patatán... Lo típico.
Pues eso, que había por ahí una radial que le vino de perlas al becario, que, ni corto ni perezoso, le cortó con ella los brazos a la vieja y ya pudo quitarle el trasto de marras.
Al momento, en cuanto se lo había quitado, la vieja se deshizo como si estuviera hecha de ceniza y no quedó de ella mas que un montoncito de polvo sobre su asiento, una montañita gris que se llevó el aire como por ensalmo.
El becario no se lo pensó dos veces y puso pies en polvorosa con su botín robado. El pringao no llegó muy lejos, porque se había olvidado de quitarle el chip de localización a su tarjeta de identidad. Fue la risa de las noticias, hasta el más tonto de los ladrones sabe que eso es lo primero que hay que hacer. En fin.
El becario acabó con sus huesos en la cárcel y el cacharro en manos de los científicos del estado. Tras una investigación profunda y minuciosa, todo lo profunda y minuciosa que cabe esperarse de unos funcionarios apoltronados y burocratizados, se pudo averiguar algo más sobre el aparato en cuestión.
De todos es sabido que Leonardo Da Vinci había buscado toda su vida el movimiento perpetuo. Y resulta que el cacharro este poseía en su interior tan ansiado logro. Lo raro es que, efectivamente, no era obra suya sino de su ayudante. Ayudante que nunca tuvo la preparación ni los conocimientos como para crear algo así.
Este misterio no se ha logrado resolver. Algunos dicen que lo robaría de algún lao, o que engañó al diablo para conseguirlo. A saber...
Sea como fuere, el caso es que vieron que el cacharro ese tenía la facultad de dar la inmortalidad. Hacía algo con los ritmos del cuerpo, de tal forma que el organismo ya no se desgastaba ni deterioraba. Así que decidieron fabricar más aparatos de esos y empezar con el negocio de la vida eterna.
Así fue como nació el zork. Pero, hay que decir que su fabricación no es nada sencilla. En su interior tiene una intrincada serie de elementos móviles que sólo pueden ser elaborados a mano, y con una exquisita paciencia, tallados a través de un orificio mínimo.
Esto obligó a planificar muy bien el lanzamiento del producto.
Primeramente, las autoridades se incautaron de los mejores ebanistas y orfebres existentes y disponibles. Les obligaron a firmar un contrato a perpetuidad y pasaron a ser propiedad del estado. A cambio, fueron los primeros en tener la inmortalidad, claro que también se veían obligados a trabajar a tiempo completo en la fabricación de los cacharros... Así que, casi que no compensa. Pero, bueh, ellos sabrán.
Bueno, luego la cosa ya se ha puesto de moda y tal. Ahora, raro es el desgraciado que no es inmortal. Ahora que lo pienso, en realidad, hace tiempo que se murieron todos los que no tienen un zork. Es verdad, ya no me acordaba. Porque claro, como ahora ya no nos preocupamos de cuidar el planeta ni de nada... Pues eso, o te haces inmortal o, mala suerte.
Los bancos se han sabido adaptar muy bien y ahora su estrategia es hacer hipotecas eternas. Así las cuotas a pagar son mínimas, pero igual la angustia de la deuda infinita como que no mola demasiado.
Total, que hay que tener mucho cuidao de con quién haces tratos y eso, para no quedarte pillado de por vida.
Y bueno, creo que me he ido un poco por las ramas. Yo lo que te iba a contar es mi caso. Resulta que, al poco de estrenar mi zork, un día cualquiera, así, de buenas a primeras, empezó a hacer un pequeño ruidito, con una cierta frecuencia, cada poco rato. Fui al técnico a que me lo mirara y me dijo que todo estaba bien, que no se podía hacer nada, que ya se iría por sí solo.
Pero no se va el condenao. Y me está volviendo loco. Confío en que pueda acostumbrarme con el tiempo. Sólo pensar en toda la eternidad aguantando este ruidito... Casi como que no. Vaya negocio. Menuda broma. Puf. Qué faena. Mala solución tiene esto, ya te lo digo yo. Mala mala. Anda que, si lo sé...