"Sin amor no hay libertad, sino egoísmo que es el infierno."

aviso

Este blog no está recomendado para menores, así que tú mismo con tu mecanismo.

fin del aviso



29 de noviembre de 2010

pata-pan

Viajo en bus, cruzo la frontera (cuál?), llegamos a una pequeña ciudad con un cierto aire como portuario o algo así.

El bus se detiene y abre sus puertas, no encienden las luces interiores y eso me da un fastidio incómodo.

Ese rencor de al que le interrumpen en su desesperado intento por sumergirse en el sueño y que sin embargo ha pasado todo el trayecto en una duermevela desesperante y agotadora.
Esa frustración de agotar la oportunidad, el intento, sin haber tenido tiempo para lograr lo que ansiabas.
Esa rabia silenciosa del machacado que implora por llegar a destino cuanto antes pero que odia también que se termine el viaje.

Esa brusquedad repentina, abrupta y desconsiderada para con tu cuerpo, que se ha instalado en los ritmos propios del desplazamiento.
En esa sinfonía de presiones y zumbidos de la que de repente te ves privado y que te hace sentir como pez fuera del agua, como fuera de tu elemento.

Y ahora tendrás que soportar la inmisericorde descompresión, la dolorosa readaptación, la resaca pesada y aturdidora que te acompañará buena parte del día.

Me despabilo, entumecido y destemplado, con esa desazón de no estar ni despierto ni dormido. Me va calando el aire frío y húmedo de la mañana. Es temprano, de amanecida, hay una ligera niebla, grisácea y desapacible, muy a tono con mi estado de ánimo.

Los promotores (del viaje, supongo) se van riendo. Bajamos del bus. El conductor está esnifando coca en su asiento y tiene cara de pocos amigos. Se va encorvado, andando de forma siniestra. Deja el bus abierto, abandonado.

Hay un quiosco de prensa frente a un pequeño puesto de gominolas. Un crío se me acerca con mala cara y sin mediar palabra saca una navaja e intenta cortarme con ella. Salto espantado hacia atrás, tiro unas pocas gominolas del puesto. El crío se va por donde ha venido.

Le pido disculpas al tendero. Tranquilo, cada vez es más frecuente, dice. Aparece otra persona malencarada, me pongo en tensión pero pasa de largo, sin más ni más.

Si al menos hablaran. Su vehemencia y silencio es profundamente inquietante, desalmada, inhumana, heladora, demente, a poco que uno lo piense...

No llevo ni un minuto en este lugar y ya tengo el corazón en un puño y el ánimo encogido en extremo. Qué hago en un lugar como este? Qué he venido a hacer? Cómo voy a salir de aquí?

Me acerco al quiosco. Llega una mujer, gorda, mayor. Se queja de un dolor de cabeza espantoso, casi lo siento yo también.
Se tira al suelo y se pone a beber de un charco asqueroso, negro, pútrido, vomitivo.

No lo haga, le digo, y se cabrea terriblemente. El odio de su mirada me ensarta. Aparece su marido, se aproxima hacia mí.
Es un anciano pero su cuerpo se mantiene anormalmente joven, musculoso. Tiene una pierna carcomida, al aire, llena de poros huecos, como una barra de pan reseca, con algunas zonas mohosas de pelos negros. Tiene un brazo herido que supura pus amarillo.

Tropieza y cae sobre mí. Su contacto me llena de terror. Siento que me ha contagiado su horrible mal.

Es el aire malsano de la ciudad lo que nos vuelve locos, dice el del quiosco. Me alejo despavorido hacia sus calles.