"Sin amor no hay libertad, sino egoísmo que es el infierno."

aviso

Este blog no está recomendado para menores, así que tú mismo con tu mecanismo.

fin del aviso



29 de noviembre de 2010

los miratechos

Había una vez un bebé que se estaba muy quieto muy quieto tumbado en su cuna, mirando al techo. Un día, bajó del ídem una araña, muy curiosona y bienmandada, que fue a aterrizar justo en la córnea de su ojito derecho.
El bebé ni se inmutó, la araña se estuvo paseando tan pancha y tan campante por ahí un rato y luego montó una tela entre las pestañas.

Algunos dicen que eso originó una serie de cortocircuitos encadenados en el hemisferio opuesto de su tierno cerebro, pero luego se vio que no, porque aparecieron más bebés hechizados como este.

El caso es que, sin comerlo ni beberlo, pasaba una cosa rara. Algunos bebés se quedaban embelesados mirando al techo y ya nunca se despertaban.
Algunos padres, por la preocupación, sufrían insomnio. Se pasaban la noche con los ojos abiertos, mirando al techo, tratando de descifrar aquel misterio. Muchos acababan cayendo en la misma extraña parálisis.

La sociedad estaba horrorizada, pensaban que se trataba de alguna enfermedad desconocida y contagiosa, una epidemia silenciosa. Así que los médicos tuvieron que tomar cartas en el asunto.

La verdad es que sí que había un número considerable de personas afectadas de esa nueva dolencia o lo que fuera. De cada cien personas una, y eso es mucho aunque no te lo creas.

Total, que les hicieron muchas pruebas y tal. Intentaron multitud de tratamientos diferentes, pero nada. Lo único que aprendieron es que era mejor no hacerles nada, porque a la que tocaban algo se les morían.

Lo curioso es cómo iba evolucionando esa enfermedad. Al principio era casi como una ligera autohipnosis. Si uno estaba al quite todavía se podía salir de ese estado. Pero luego el trance se iba haciendo más y más profundo rápidamente. Irreversible, sin remedio, sin solución.

Lo increíble es que todas las funciones corporales se adecuaban perfectamente a eso. Todo el organismo se ralentizaba enormemente. Tanto, que a simple vista parecían auténticos fallecidos. Pero no era el caso, pues sus cuerpos no se atrofiaban ni descomponían. Eran más bien como un cadáver incorrupto.

De hecho, su actividad cerebral era tan mínima, prácticamente inexistente, que a ciencia cierta era difícil definir su estado. No muertos no vivos, o algo así.
Habían calculado que, en esas condiciones, podían permanecer casi indefinidamente.

Fíjate, si alguien en coma es como si estuviera sumergido en una piscina, los miratechos es como si estuvieran en el fondo de una fosa abisal.
El caso es que nadie sabía qué hacer con ellos.

Decidieron reunirlos en los hospitales, para hacerles un seguimiento y tal. Crearon un ala específica para ellos.
Y presentaban un panorama ciertamente tétrico. Casi parecía un museo de momias, solo que con los ojos abiertos y mirando al techo.

Hay que decir que enseguida detectaron una curiosa particularidad. Todos tenían los mismos síntomas, claro está, pero la mirada era diferente en cada caso.
Unos la tenían perdida, otros vacía, otros alienada, otros alucinada y, en otros casos, brillaba con la intensidad de la más alta inteligencia.
Esta última modalidad es la que más interés suscitó, sin embargo, no lograron desentrañar ni una pizca de su secreto.

El seguimiento se hacía a través de cámaras y medidores.
Lo malo es que la frecuencia de sus constantes era tan espaciada, tan imperceptible, que los investigadores se desesperaban, pasaban meses y meses y nada. Muchos enloquecían o se suicidaban ante tan ingrata tarea.

Al final los doctores se cansaron de este absurdo y se olvidaron del caso. Condenaron los accesos al ala de embelesados y a otra cosa mariposa.

Pasó el tiempo, mucho tiempo, y ya nadie se acordaba de los miratechos.
Hubo guerras, hubo cambios, pasaron las generaciones, cambiaron las civilizaciones, la sociedad se organizó de diferentes maneras, las naciones se unían y se separaban, los sistemas nacían y morían, etc.

Mientras tanto, los miratechos contemplaban las tinieblas, las techumbres, descoloridas, acartonadas, que se agrietaban, abombaban, amenazaban ruina.
Muchos murieron aplastados bajo los escombros, muchos otros no tuvieron esa suerte.

Así, un día, sin querer, por casualidad, casualmente, casualidosamente, como dicen los de allende, alguien se encontró un miratechos, y luego otro, y otro más, hasta que descubrieron todos los que quedaban.
La gente estaba fascinada, se creían que eran faraones egipcios o algo así, supervivientes milagrosos de la más remota antigüedad.

Cuando pasó la novedad, se dieron cuenta de que no sabían qué hacer con ellos, pues tenían otros problemas mucho más serios que atender. Así que los dejaron en las plazas públicas, a disposición de quien los quisiera para algo.

La gente adinerada no tardó en hacerse con unos cuantos, para usarlos como distinción esnob y sofisticado adorno.
Los científicos también pillaron unos cuantos para sus experimentos. Llegaron a mandar alguno a la luna, para ver cómo reaccionaba, se adaptaba y eso. Naturalmente los miratechos explotaban como ranas en un microondas, qué otra cosa se podía esperar.

También tuvieron la ocurrencia de mandar alguno en una nave espacial, para explorar el espacio infinito o algo, pero cuando perdieron la señal de contacto ya abandonaron el proyecto.

Aunque, de todas todas, los que más miratechos cogieron fueron los artistas, fíjate tú.
Habían encontrado un filón con ellos. Los tuneaban y maqueaban que daba gusto.
Otros se atrevían con obras más osadas.

Uno construyó una cama de palillos, en la que descansaba un miratechos y sobre la que reposaba una enorme piedra. Claro, hubo un pequeño terremoto y la roca acabó aplastando al miratechos.
El artista fue simbólicamente amonestado, pero la justicia no quiso considerar el suceso como homicidio imprudente.
Eso sentó precedente y los artistas vieron claro que tenían carta blanca para hacer lo que les diera la gana con los miratechos.

A partir de ese punto las monstruosidades fueron la norma. Les hacían las mil y una diabluras, y luego lo justificaban con algún título rimbombante o con argumentos conceptuales incomprensibles y superpedantes.
Por aquel entonces hacía furor el arte deconstruido y tal, así que imagínate la que montaron.
Un sinsentido de proporciones astronómicas.

Hablando de astronomía, los astrónomos también habían adquirido una curiosa superstición. Se aficionaron a tener un miratechos a la entrada de los observatorios, y había que rozarles la naricilla al entrar. Así les daban suerte, decían.

En fin, sea como fuere, entre unos y otros, en un periquete terminaron con el último miratechos, y así concluyó su historia, y ya no hay más que decir al prospecto.

Moraleja: Eh... si bebes no conduzcas, o yo qué me sé, tío. A mí que me registren. No te fastidia este, moraleja dice, tócate las narices. Anda y que te ondulen...