"Sin amor no hay libertad, sino egoísmo que es el infierno."

aviso

Este blog no está recomendado para menores, así que tú mismo con tu mecanismo.

fin del aviso



1 de febrero de 2010

notas al margen

Había una vez un tipo que tenía una especial fijación o manía en hacer inscripciones en los libros que leía. Como era un pobre diablo que ni tenía donde caerse muerto, siempre los cogía de la biblioteca.
En la biblio lo tenían ya fichado, sabían de sobras que él era el de los subrayados, los tachones y las notas (siempre a lápiz, eso sí).
Pero como nadie se quejaba pues lo dejaban en paz. Incluso se divertían con sus rarezas, era como una especie de mascota, una curiosidad exótica que le daba distinción y colorido a la institución local.

El tipo (le ponemos nombre o no? Bah, mejor no) era raro con ganas.
Leía compulsivamente, a un ritmo endiablado. Con lo que al tiempo ya había leído todo lo que tenía la biblioteca. Había dejado su huella en todos y cada uno de los libros.
Entonces devoraba, perseguía, exigía las novedades. Pero ni aun así tenía suficiente, por lo que volvía a coger los que ya había leído y los revisaba, comprobaba que sus aportaciones seguían intactas, las pulía, mejoraba, extendía y añadía otras nuevas.

Era experto en sembrar la confusión. Señalaba las frases clave y añadía un 'no' o un 'falso' y argumentaba a la contra.
Pero llegó un momento en que eso ya no le era suficiente, tenía que dejarlo más claro (decirlo más alto), así que hacía fotocopias aumentadas de los pasajes que le interesaban, repasaba con rojo sus 'correcciones' y comentarios y las colgaba en el corcho de anuncios, a la vista de todos.

Algunos se picaban y escribían debajo alguna contrarréplica, pero por lo general la cosa no pasaba de ahí.
Sin embargo, por más que hiciera, el monstruo que anidaba en su interior nunca se aplacaba, no se daba por saciado.
El siguiente paso que dio roza con el delirio absoluto.

Aprendió a desmontar los libros con un cúter y a remontarlos luego con una aguja de coser y pegamento.
Entonces, elegía una página que le disgustara, la separaba, le recortaba lo que (según él) sobraba y recomponía las frases, recortando cuidadosamente las letras, una a una, con la minuciosidad y la paciencia de un psicópata. Luego fotocopiaba el resultado y lo cosía de nuevo en su sitio.

Aunque con el tiempo fue perfeccionando su técnica de 'restauración' manual (tanto que los textos editados no se distinguían a simple vista de los demás) y que, incluso se tomaba la molestia de volver a escribir sus inscripciones a lápiz sobre las páginas, la cosa siempre cantaba a una legua porque el papel de la fotocopiadora era reciclado y el de los libros, por lo general, no.

No se sabe cómo no reparaba en algo tan elemental, pero si se tiene en cuenta lo muy perjudicado que estaba del tarro, pues ya se entiende un poco más la cosa.
Total que, un día, murió y se decidió montar un museo con sus 'logros' más destacados. Proyecto que no pudo llevarse a cabo porque surgió otro chalado, con una particular compulsión obsesiva al respecto, que sistemáticamente borró todo rastro y huella de la labor del primero. Pero esa es otra historia...