"Sin amor no hay libertad, sino egoísmo que es el infierno."

aviso

Este blog no está recomendado para menores, así que tú mismo con tu mecanismo.

fin del aviso



2 de septiembre de 2009

vampiros

La casa de mi abuela tiene planta rectangular, la fachada es estrecha pero luego la construcción se extiende bastante hacia el fondo. Toda la planta de calle la forma un amplio y oscuro garaje. El suelo es de cemento basto. Las paredes están sucias y sobre ellas se apoyan y apilan multitud de objetos viejos, mugrientos, carcomidos, oxidados.

Una gruesa capa de polvo lo cubre todo y no faltan las telarañas y todo tipo de rastros e indicios de vida insectil y animal. El techo muestra la obra desnuda, las tuberías y los cables cuelgan siniestramente bajo las vigas. Apenas un par de bombillas de escaso voltaje cuelgan inanes por el medio del garaje. El interruptor, negro y arcaico, anda perdido junto a la puerta que lleva a la casa propiamente. Por supuesto no funciona y la puerta está cerrada con llave desde el otro lado.

Me olvidaba, ni una sola ventana se dibuja en las paredes laterales.
Al fondo, una gran puerta de chapa, de dos hojas, conduce al patio trasero. En la parte superior tiene unas estrechas ventanas con cristales opacos que apenas dejan pasar la escasa luz que ilumina la escena. Al frente, otra enorme puerta falsa (esta sin ventanas), de chapa y de dos hojas también, conduce a la calle.

Cerca de la puerta que lleva a la casa hay un vano rectangular, cubierto con una cortina que hace las veces de puerta, que lleva al típico y angosto hueco de la escalera, que se suele aprovechar como despensa. En este caso lo que allí se guarda es tan raro e ignoto (y tan negra la oscuridad que ahí reposa) que nadie mínimamente avisado se aventura a curiosearlo. De tanto en tanto sale algún pequeño ruido o crujido de ese y otros rincones, así que las ratas no andan muy lejos.

Al fondo, junto a la puerta que lleva al patio, hay otra pequeña puerta desvencijada que conduce a un estrecho y angustioso cuarto de baño abandonado. La desolación es tal que su sola contemplación hunde el alma.

Normalmente el garaje suele estar lleno de vehículos, pero ahora no hay ninguno. Ni el tractor, ni el remolque, ni ninguna herramienta de campo. Este vacío se hace agobiante, provoca una vaga, imprecisa, sensación de angustia inarticulable. Sobre todo mirando al lejano fondo da la impresión de que algo malvado habita en la tiniebla.

Pues bien, en este acogedor y agradable entorno me encuentro, junto con varios amigos. Está atardeciendo y cada vez se ve menos.
Hemos sido llamados aquí con no sé qué extraño pretexto. El silencio es casi absoluto, palpable. No tenemos nada que arroje luz y apenas se adivina ya el perfil de los bultos más grandes.

Una inquietud creciente nos va embargando. Qué hacemos aquí? Para qué hemos venido? Fuera cual fuese la excusa ya ha perdido todo su sentido. El ánimo divertido, aventurero y curioso se ha esfumado de golpe y lo que ocupa su lugar es la tensión del peligro.

Ahora que me fijo, el número de personas que estamos reunidos es inusualmente elevado. Amigos o conocidos habrá como unos siete u ocho, pero de desconocidos serán unos quince o veinte.
Pronto sentimos a las claras que esto es una especie de trampa, una encerrona.

Cae la farsa y los desconocidos desvelan su verdadera naturaleza.
Son vampiros y se disponen a chuparnos la vida.
En medio de la oscuridad creciente se desencadena una confusa y violenta lucha.

No sé cómo, logramos reagruparnos. Yo me encargo de dirigir el grupo para que el pánico no nos pueda, no se nos apodere.
Ellos traen las sombras, la oscuridad. Despliegan de sí densas mantas oscuras que fluctúan y se expanden como tenues tentáculos. Yo puedo hacer un poco de luz con las manos.

Nos sentamos en el suelo, arrinconados contra la puerta de chapa del fondo. La escasa sombra-de-luz que se filtra hace como de barrera protectora. Ellos se remueven inquietos y siseantes justo al otro lado de esa tenue defensa ilusoria.

No podemos perderlos de vista ni un segundo. Son como depredadores hambrientos a la espera de un resquicio, de un punto ciego, de la más leve distracción. Por eso permanecemos quietos y silenciosos como estatuas. Cualquier mínimo movimiento se realiza con el mayor de los cuidados y discreción posibles. Para que no pueda ser tomado como provocación o excusa y se decidan a atacar.

Este precario equilibrio únicamente se sustenta en la duda que ellos albergan al ver nuestra actitud y serenidad. Como si temieran que pudiéramos esconder algún arma peligrosa para ellos.

Nos preparamos para pasar la noche así, en esa tensa y larga guerra psicológica. Ellos no paran de moverse a pocos palmos de donde estamos. Incitadores y osados prueban una y otra vez a lanzarse sobre nosotros, a adelantar sus oscuros cuerpos y brazos. Amagos que obedecen a una estrategia de desgaste que tarde o temprano dará sus frutos.

Mientras tanto, logro desplazarme hasta el baño. Me coloco junto a una ventana ciega olvidada, para abrirla cuando amanezca. Pero pienso que es muy arriesgado, no puedo mirar la hora y no sé si el sol sale por este lado.
(Es la segunda vez que sueño con esta situación, soy consciente de ello. De hecho, creo que mi duda proviene precisamente de la primera vez, y me parece que no acabó muy bien la cosa...)

Poco a poco el sopor y el cansancio pueden con nosotros y nos vamos durmiendo. En cuanto detectan esto, los vampiros de apoderan de los cuerpos indefensos y se dedican a tomar su banquete. Se apiñan cuatro o más en cada durmiente y la absorción parece ocuparles todo el tiempo y toda su atención.

Hay que decir que extraen la energía directamente, por proximidad, sin necesidad de abrirnos ni de beber nuestra sangre. Es más, desde que ha anochecido parece como si se hubieran vuelto incorpóreos, intangibles. Cosa que aprovecho para dirigirme sigilosamente hacia la puerta que da a la calle. Finjo tener poca vitalidad, para que ninguno de ellos se fije en mí. Pero, es tan veraz mi actuación que a mitad del camino me quedo sin fuerzas, me reclino y caigo en un profundo sueño.

Puedo sentir cómo dos o tres acuden a mí y comienzan a sorber ansiosamente mi aliento vital.
Mientras se entregan a esta tarea se nota como una vigorización de las tinieblas, cómo se van haciendo más densas, profundas y terribles, creando una oscuridad total.

Entonces me veo en la calle. No sé cómo, he logrado salir.
Está amaneciendo.
En la calle hay un tipo en su coche, haciendo negocios por teléfono.
Es el responsable de todo el lío, él nos ha vendido la fiesta.

Le reclamo, le exijo explicaciones, no me hace caso. Se encara con su coche-oficina (no tiene luna frontal y el salpicadero, liso y de madera como una mesa de trabajo, se extiende en parte sobre el capó, portando en su superficie lo típico: Plumas, papeles, portafolios, grapadoras, pisapapeles, botes de clips, etc.)

Ante mi insistencia, maniobra con el volante y me arrincona contra la pared. Yo me defiendo tirándole cosas de su mesa con un palo que tengo.

Le digo: Por tu culpa tengo el garaje lleno de vampiros, mira!

Y abro las puertas de chapa de par en par.
Se oyen como unos aleteos agónicos pero no se ve a nadie.
Entonces, lentamente, van saliendo mis amigos, pálidos, demacrados, macilentos.

Me introduzco decidido y ayudo a los que faltan a salir al aire libre.
Los vampiros han perdido todo su poder y se retuercen sobre sí mismos de dolor, flotando caótica y desmayadamente por todo el garaje, sin escapatoria.
Justo entonces se despejan las nubes, mostrando el sol de la mañana, cuya luz entra y baña el garaje, destruyendo las sombras y a sus parásitos moradores.