Estoy en una cabaña de madera, solo, de noche, en medio de un bosque frondoso, silencioso, apartado.
Me encuentro en la sala principal (y única) trabajando, escribiendo algo, sobre una mesa amplia, robusta, sencilla, de madera.
A mi lado tengo un quinqué antiguo que me alumbra con su escasa luz amarillenta, las paredes quedan sumidas en la penumbra.
En un rincón de la habitación, frente a mí, hay una sombra que me observa todo el tiempo. Me observa y cavila profundamente, reaccionando con lentitud a cada uno de mis gestos, intentando comprenderme, adaptarse, emularme.
Piensa y reflexiona mucho y eso me pone nervioso, le grito:
Deja de pensar, sombra estúpida!
Y ahí sigue, mirándome, sin saber cómo reaccionar.
No dice nada de tan concentrada que está, me agota su intensidad, me incomoda ser el foco, el centro de su atención, aunque comprendo su deseo. Mi presencia le brinda la ocasión de aprender las maneras humanas y culturizarse, pues esa es su mayor voluntad, lograr convertirse en persona.
Por eso vive aquí dentro y no afuera, salvajemente.