"Sin amor no hay libertad, sino egoísmo que es el infierno."

aviso

Este blog no está recomendado para menores, así que tú mismo con tu mecanismo.

fin del aviso



20 de septiembre de 2007

cama dormida

Mi cama está viva, aunque siempre está durmiendo. Por la noche, cuando me acuesto, apoyo la cabeza sobre la almohada y escucho su corazón, latiendo despacio. Por eso procuro moverme poco, para no despertarla. Me quedo quietecita y así me duermo.

Rayuela skyline

Esta gráfica de 'Rayuela' de Julio Cortázar se ha elaborado a partir del orden de lectura de la obra propuesto por su autor, las coordenadas horizontales son las páginas y las verticales, los capítulos. Nótese que el capítulo 55 queda suelto, o sea que quien lea la obra siguiendo este orden se lo pasará por alto. El bucle infinito con que termina la obra no se ha representado por razones prácticas.

3 de septiembre de 2007

Bonsái-secuoya

Había una vez un bonsái tan pequeño tan pequeño que para verlo había que utilizar una lupa. Su dueño era un señor chino (o japonés) que estaba muy orgulloso de él y lo cuidaba con mucho mimo y dedicación, ya que, al ser tan pequeño, el bonsái era muy delicado.
Tanto, que si estornudabas cerca de él podía perder todas sus hojas, cosa que no había que hacer porque si no su dueño se enfadaba, claro.

Este bonsái daba unos frutos pequeñísimos, del tamaño de una cabeza de alfiler, pero que eran tan tan deliciosos que quien los probaba se sentía completamente feliz durante un año.

El señor chino (o japonés) enseguida vio que podía hacer negocio con estos frutos, así que montó un restaurante y rápidamente se hizo muy famoso. Todos querían probar uno de aquellos maravillosos frutos y la cola de gente que se formó ante su restaurante era tan larga que daba la vuelta al mundo tres o cuatro veces.

Pero resulta que el bonsái era muy tímido muy tímido y cuando se enteró de que era tan famoso empezó a encoger y encoger de la vergüenza que sentía. Su dueño se asustó mucho y comprendió que tendría que cerrar el negocio si no quería perder a su bonsái, y así lo hizo. A pesar de lo cual, el bonsái siguió menguando, ahora porque se sentía pequeño e insignificante.

Y la verdad es que había encogido mucho, tanto que ahora había que mirarlo con microscopio y las hormigas podían andar tranquilamente sobre él sin rozarlo siquiera, aunque aun así el señor chino (o japonés) no dejaba que lo hicieran, porque podían pisarlo accidentalmente y entonces sí que le daría un ataque o algo a él.

Naturalmente, el dueño apreciaba mucho a su bonsái y estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para salvarlo, por eso decidió pedir consejo a un sabio. Bueno, para ser sinceros, consultó a un anciano que vendía lotería en una esquina de su calle, así que en realidad no tuvo que irse muy lejos, pero esto es normal en China (o Japón) porque allí son todos muy listos.

Aquel venerable viejecito le aconsejó que comprara un boleto que terminaba en catorce porque iba a salir ese número y también le dijo que le hablara y le cantara al bonsái, porque dicen que eso va bien para las plantas. Al señor chino (o japonés) esa solución le pareció un poco traída por los pelos, pero como el anciano tenía más o menos pinta de sabio decidió hacerle caso.

De esta manera, cada día el dueño pasaba horas y horas cantando y recitando poemas a su pequeño bonsái. Al principio se sentía un poco ridículo pero como parecía que funcionaba siguió haciéndolo.
Día a día alababa sus virtudes y expresaba su admiración y amor hacia aquel diminuto bonsái, que lentamente iba recuperando su confianza y aumentando su tamaño hasta que regresó a su volumen original.

Pero, por si acaso, su dueño siguió cantándole un poco más, para que no tuviera ninguna recaída. Y claro, el bonsái cogió confianza y siguió creciendo, cada vez un poco más y otro poco más, así hasta que se hizo tan grande que ya no cabía en la casa y el señor chino (o japonés) tuvo que plantarlo en un parque, donde mucha gente lo contemplaba y lo admiraban porque recordaban lo pequeño que era antes y lo mucho que había crecido desde entonces.

El bonsái se sentía orgulloso de su proeza y encontraba que su ejemplo podía ser útil para los demás, eso lo ponía muy contento, tanto que cada vez crecía más y más. Se hizo tan grande como una secuoya y luego más aún. Tan tan grande era que sus hojas acariciaban la luna cada noche, y una vez se enredó y se quedó atrapada entre sus ramas y las parejas de enamorados se quejaban porque ya no podían besarse románticamente recortando sus siluetas frente a la luna, pero esa es otra historia. Fin.

2 de septiembre de 2007

La tierra del más allá

Te despiertas, sales (o entras?) de una espantosa pesadilla de la que no recuerdas nada. Abres los ojos, te envuelve la más absoluta oscuridad, intentas moverte, incorporarte, chocas con algo. O-oh, estás en un ataúd, tocas sus paredes, son de piedra fría.

Notas una ligera brisa de aire que se cuela por una de las esquinas superiores, empujas la losa, pesa horrores, uno de los lados parece que cede un poco, el otro no. La levantas, lo suficiente como, para, sacar, un pie, luego, un brazo, después una pierna, y el tronco, y la cabeza. Te arrastras bajo la aplastante losa hacia afuera, como en un angustioso parto.

Lo logras, respiras, descansas. Abres los ojos y miras dónde estás, parece un cementerio, mires donde mires hay tumbas, una tras otra, perfectamente alineadas, formando una cuadrícula regular de pasillos entre ellas.

El ambiente tiene algo de fantasmal o etéreo, hay una claridad extraña en el aire. El cielo está velado, leve, gris, y no se ve el sol por ninguna parte. La luz cae, vaga, tenue, difusa, sobre las tumbas, sin proyectar sombra alguna. Lo cual le da al entorno ese aire irreal, plano, incorpóreo.

Y luego percibes el silencio. Todo parece como muy quieto, sosegado, pausado. Se escuchan algunos pequeños forcejeos de las otras personas que intentan salir de sus tumbas, pero nada más.
Una vez que lo escuchas, ese silencio se mete dentro de ti, en tus huesos, en lo más hondo de tu alma, en todo tu ser, y ya no te abandona.

Tienes la sensación de que el tiempo se ha detenido, que se ha suspendido, colgado, parado para siempre, y su ausencia es sobrecogedora, como un enorme agujero en medio de tu corazón encogido.

El sonido, alicaído, apenas se desplaza por el aire, hay algo de triste y melancólico en producirlo. Como si estuviera fuera de lugar, como si fuera un recuerdo o un residuo de algo que ya no tiene ningún sentido aquí. Por eso procuras hacer poco ruido, como los demás.

El suelo es de grava, pálida, apisonada, y cruje ligeramente al andar. Las lápidas y las losas son de fría piedra gris y no tienen inscripciones. La ropa que llevas es la de siempre, pero luce descolorida.

Hay otras personas deambulando distraídas por ahí, a pesar de su aspecto normal sabes que están muertas, parecen zombis silenciosos.

Te acercas a uno de ellos e intentas hablarle pero no puedes. Mejor dicho, sí que podrías hacerlo pero algo dentro de ti siente una gran vergüenza a hacerlo, la misma que sentirías si tuvieras que mearte en tus pantalones delante de todo el mundo.
Nadie te lo ha enseñado pero es así, los muertos no hablan, para qué iban a hacerlo?

De todas formas lo miras a los ojos, y lo que ves en su interior te quita las ganas de mirar nada más. Tomas conciencia de dónde estás y por qué, y de lo profundamente vacío y desesperante que es todo esto. Ahora entiendes por qué andan así, como perdidos, tú estás empezando a hacer lo mismo.

Te pones a caminar al azar, hasta que llegas a un sitio donde el suelo termina abruptamente, miras hacia abajo y ves a varias personas cayendo hacia un abismo infinito, igual de gris y luminoso que el cielo.

Algunas de esas personas se han arrojado hace poco y se las ve aún relativamente cerca, pero otras llevan tanto tiempo cayendo que solo son un pequeño puntito negro en la lejanía.
Esos puntitos, vistos en conjunto, crean un efecto como de cielo estrellado, solo que en negativo.

Te apartas con un estremecimiento de pavor, te entra un sudor frío solo de pensar en su enorme cantidad y en lo desesperadas que tenían que estar para lanzarse a la nada.

Te pones a explorar los límites del siniestro lugar, intentando distraerte de ese pensamiento. Deduces que tiene una forma irregular, más o menos cuadrada o romboidal, según se mire, y que de punta a punta mide unos trescientos pasos, no es muy grande.
La mala noticia es que no hay ninguna salida, no hay escapatoria.

Te dedicas a contemplar a los nuevos saliendo de sus tumbas, pero resulta demasiado aburrido, sin sentido, como todo lo demás.
Aquí no hay necesidades, no sientes hambre, ni sed, ni cansancio.
No hay noche, no puedes dormir ni soñar, no hay cambios.
No hay nada que hacer.

Entonces comprendes por qué se tiran al vacío esas personas y agradeces tremendamente que quede esa opción.

Así pues, te acercas de nuevo al límite, lo cruzas y
caes,

caes,


caes,



etc




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