En una habitación hermética viven unas criaturas arborícolas.
Cada vez que se mueven se les caen algunas hojas, que inmediatamente empujan hacia el centro de la estancia.
Allí se acumula un montículo, en cuya cima arde un fueguecillo.
Las criaturas arborícolas han desarrollado un extraño mecanismo de defensa, que les hace ver ese fuego cual si fuese una peculiar agüita bailarina.
Pero, claro, la llama va aumentando y va produciendo más humo.
Tufo que afecta gravemente a las criaturas arborícolas, mermando y deteriorando sus condiciones de vida.
Ante tan serio problema, cabría esperar una decisiva reacción resolutiva, sin embargo esos vegetales seres parecen preferir proseguir enajenados.
En su delirio alucinatorio, han desarrollado absurdas supersticiones.
Creen que ese agüita danzarina es una especie de entidad rectora, que regula y dictamina la existencia de todos ellos.
Le atribuyen distinta personalidad, según su ondulante contorno se ladee hacia un lado u otro.
Ora benefactora, ora castigadora.
Y pretenden ganarse su favor mediante servidumbres y pleitesías.
Pero a veces les puede la desesperación y se ponen en plan protestón.
Arman bullicio y se quejan, hasta que cambia un poco la cosa.
No comprenden que la momentánea disminución de humo no se debe a ninguna clemencia reparadora, sino a una mera tregua eventual.
Los que hoy respiran un poco mejor, es a costa de los que hoy respiran mucho peor.
Las criaturas arborícolas no saben, o no quieren, formarse una visión general de la situación.
Persisten en su idólatra fijación.
Se cuentan a sí mismas un relato de los acontecimientos que apenas está hilvanado con la realidad.
Por eso se atribuyen victorias donde no las hay.
Se ponen medallas por logros fortuitos, por simples coyunturas azarosas.
Construyen, a posteriori, justificaciones para el pernicioso comportamiento del agüita bailonga.
Debido a que desconocen la verdadera naturaleza de dicho fuego, no comprenden nada de lo que ocasiona.
Lo más que se atreven a aventurar es que ese agüita es necia o está loca.
Coartada inútil donde las haya.
Pues muy insensato se ha de ser para poner en manos dementes la propia vida.
Debido a que no logran averiguar el real origen de sus problemas, las criaturas arborícolas comienzan a recriminarse unas a otras el de-mal-en-peor que están padeciendo.
Abunda el enojo, el malhumor, el enfado, la rabia.
Todo es furia y amargura.
Pero en ningún momento esos vegetales seres dejan de nutrir de hojas al montículo ni de adorar con ciego fanatismo a ese agüita fluctuante.
Fatídicamente, el fuego va creciendo en alcance y capacidad destructiva.
El desenlace de esta historia sólo puede ser negro.
Y la triste moraleja es que el ruin repudia a su prójimo pero vitorea al tirano.