Voy por el pueblo callejeando, debido a varias cuitas, acompañado por un par de amigos.
En una barriada remota y serena, vemos un charco verdoso.
Mi amigo el cocinero se interesa entusiasta por ese caldo y se pone a trajinar en él.
En un abrir y cerrar de ojos, el charquito se ha convertido en tremendo río que cubre toda la calle y sigue curso por la lejanía.
Su caudal llega casi hasta las ventanas de las casas y sus aguas son de un verde oscuro que tienen un no-sé-qué de vibrante y vivificante.
Nos colocamos en un repecho desde el que se aprecia mejor el lecho de esa balsa novedosa.
Apenas puede apreciarse corriente en sus mansas aguas.
Hay varios peces grandecillos, de un rojo intenso, nadando plácidamente por aquí y por allá.
Me aproximo a la orilla y veo que el verdor se debe a infinidad de trocitos vegetales, que se reparten uniformemente por todo el volumen.
Meto la mano y compruebo la suave liviandad de esos fragmentos, nada molestos ni pegajosos.
Después continuamos con nuestro camino, de buen humor.
Vemos cruzar la calle a un viejo que anda hacia nuestra dirección.
Se mueve con paso tembloroso y torpe, cual precario autómata.
Además va hablando en voz alta consigo mismo.
Se dice una y otra vez las mismas cosas.
Cuando lo perdemos de vista, imitamos sus ademanes de pobre loco.
Luego llegamos a la antigua casa de un antepasado mío, pero que ahora está sorpresivamente remozada por dentro.
Estamos cinco o seis parientes y amigos, esperando un aviso o algo así.
Pasamos el rato bromeando tontamente en el salón.
Varios sacan de sus bolsillos una salchicha gordota, envuelta en un plastiquete, y se ponen a toquetearla.
Resulta que los teléfonos móviles ahora son así.
En el centro de la habitación hay una mesa cuadrada no muy grande, que está ocupada completamente por un acuario más ancho que alto.
El acuario apenas tiene un dedo de agua, y más bien está repleto de ramajes retorcidos y musgosos, por los que pululan tortuguillas y otros bichos similares.
Me dedico a ir tirando fuera del acuario a cuanto animal detecto.
Creo que estaba buscando alguna cosa en concreto, pero ya no recuerdo la que era.
Al momento, estamos en un pequeño hospital, de una sola planta, sombrío y abandonado.
La cantidad de conocidos que andamos por ese sitio, se ha multiplicado.
Una buena amiga está de parto y a todos nos invade una inquietud electrizante.
Flotan en el aire inciertas profecías funestas, respecto a dicho nacimiento.
Nosotros no estamos aquí de adorno, estamos batallando metafísicamente contra algo invisible que pretende desencadenar la calamidad malogrando el alumbramiento.
Hay bastante ajetreo por todas las salas.
Acudo apresurado a una sala de la que llega un alboroto paritorio.
Pues sucede que el ente maligno ha embarazado a uno de nuestros amigos, que pugna por expulsar la criatura que tortura su interior.
Cuando logra sacarla, resulta que es un cajón y el sufriente estalla en un ataque de furia descontrolada.
Entre el gentío veo fugazmente el rostro malévolo de nuestro enemigo.
Su frente y ojos están dos o tres dedos más hundidos de lo normal, y su sonrisa es espantosamente rectangular.
Reina la confusión y se suceden varios percances extraños, sin tregua.
Después, de algún modo, logramos reagruparnos y nos ponemos a rezar para centrarnos y fortalecernos.
Como consecuencia de eso, el techo desaparece y en los nocturnos nubarrones del cielo se abre un claro circular, justo sobre nosotros.
Aprovechando ese remanso provisional, me elevo a los cielos para recobrar mis poderes de santo.
Regreso repleto de potencia justiciera y voy montado en un bravo y carismático coche-robot.
En cuanto tocamos suelo, el vehículo adopta su configuración de humanoide guerrero y se va a supervisar las salas colindantes.
Acudo a donde sigue la amiga con sus contracciones y tal.
Llevo un papel en las manos, cuya viñeta central es de plástico transparente.
Esa capa límpida va retrayéndose lentamente, desde el centro hacia el contorno, dibujando grietas serpenteantes.
En el modo en que esa telilla se ha replegado, puedo adivinar presagios sobre el futuro inmediato de la parturienta.
Eso me da confianza en un buen desenlace.
Pero todavía no han terminado nuestros problemas.
De nuevo sale un bullicio alarmante desde otra sala.
Llego raudo y veo salir corriendo a un perro de dibujos animados y grande cual caballo.
Las nubecillas de su huida despavorida y los pelillos que deja tras de sí, me causan risa.
Luego miro hacia el rincón de la sala y veo a otro colega, al cual le ha salido una fea raja junto a la oreja.
Me explica que por allí le ha nacido un bebé muñeco, que luego se ha disuelto.
Para poner fin a este caos endiablado y lesivo, nos reunimos en un pasillo y hacemos una especie de pacto-juramento que provoca la llegada de un gigantón imponente.
Su rostro tiene leves rasgos de trol antediluviano, su vestimenta es simple, con algún lazo céltico, y su porte es robusto, mítico, indeleble.
Con su ayuda, damos por finiquitado el incordio del villano huidizo.
Sin embargo, nos aguarda una última jugarreta del ruin aquél.
Resulta que el padre del bebé nasciente, nos confiesa acerca de sí mismo que lleva bastante tiempo muerto.
Y vemos cómo su rostro y cuerpo se van demacrando rápidamente.
En los breves instantes que le quedan, nos comparte telepáticamente su estancia en el infierno.
Pues debido a una argucia del canalla ese, fue despojado de su cuerpo y desterrado allí por una temporada.
Inmersos en dicha revivenciación, padecemos la erosionante angustia atemporal de un entorno desalmado, vacío de esperanza.
En aquél horrendo lugar, vemos cómo los condenados se van convirtiendo en torres rectangulares de ordenador.
Metálicas carcasas que los recién llegados se dedican a aporrear y destrozar con ciega saña inhumana.
Tras lo cual, cesa la conexión telepática y el infeliz expira finalmente.
Nosotros, perplejos y aliviados, estamos de vuelta en el lúgubre hospital.
Y seguimos esperando.