Soy de nuevo un estudiante de secundaria.
Estamos en clase, a finales de curso.
El profesor nos está repartiendo las hojas del último examen que debemos realizar.
Nos dice que es muy sencillo y que solo contiene cuatro preguntas.
Pero cuando lo ojeo veo que es grueso como un libro y está lleno de texto por todas partes.
Apenas quedan huecos para insertar alguna que otra palabra o cifra.
De todas formas, la pregunta que más me llama la atención es una en la que el profesor nos pide que dibujemos a su profesor.
Nosotros no lo hemos visto nunca, tan solo conocemos de él dos o tres anécdotas que nuestro profesor nos ha ido contando a lo largo del curso.
Esa tarea me resulta chocante, por inesperada e incomprensible.
Pienso dibujar un simple monigote esquemático, sin detalles ni complicaciones, para quitarme de encima ese absurdo requisito ridículo.
Pretendo dedicarme primero a las demás preguntas, pero mi mente no deja de pensar en lo del dibujo.
Esa tonta y arbitraria cuestión, me intriga y espolea mi imaginación.
Cuantas más vueltas le doy, más me gusta el reto que plantea.
Creo poder esbozar un retrato bien definido y aproximado, extrapolando los pocos datos de los que dispongo.
Puedo sopesar, sospechar, intuir y barruntar: La edad en la que ejerció de profesor, su vestimenta propia de la época y los rasgos de su carácter.
Me entusiasma abordar ese bosquejo aproximatorio altamente especulativo.
Mi actitud rebosa de confianza y optimismo, pero a la vez soy consciente del amplio margen de error que implica tal aventurado ejercicio de adivinación.
A ello me dispongo y busco algún espacio en blanco para plasmar mi magna obra, pero como ya he dicho, las hojas del examen están repletas por doquier de párrafos mecanografiados.
Menudo fastidio.
Busco y rebusco pasando página tras página, hacia adelante y hacia atrás.
Cada vez va quedando menos tiempo para completar el examen.
Y ya me despierto.