Estoy en un amplio patio trasero vecinal, con unos amigos.
Llevamos bastante rato de celebración veraniega y yo ya tengo ganas de marcharme a mi casa.
Se lo comento a un colega, pero su entusiasmo y sus ganas de juerga parecen inagotables.
El muy suertudo acaba de encontrar no sé dónde un cetro de aspecto egipcio, que parece susurrarle ignotos secretos internamente.
Así pues, de buenas a primeras mi amigo se encamina hacia una pared del edificio colindante y se adentra en ella como si estuviese hecha de arena.
Sin embargo, inmediatamente tras su paso, el muro se recompone recobrando su firmeza y consistencia.
Este insólito suceso me asombra y me llena de creciente inquietud, pues algo me dice que nada bueno va a salir de eso.
Los demás no se han enterado de nada y siguen a lo suyo.
Al poco, retorna nuestro colega pero viene ataviado con una especie de gruesa armadura faraónica, hecha de roca, que recubre todo su ser y le da un aspecto imponente.
Su voz suena alegre y divertida, lo cual me resulta tremendamente insensato por su parte.
Está claro que no comprende las posibles consecuencias de su imprudencia, y todo esto me da muy mala espina.
Intento hacerle recapacitar, pero parece cegado por su nuevo poder.
Solo atiende a los increíbles conocimientos con los que ese traje le pone en contacto.
Farfulla entrecortadamente, como quien quiere expresar demasiadas cosas al mismo tiempo.
Dice que al otro lado del muro existe un templo piramidal ultra-importante, dotado de prodigiosos artilugios indescriptibles.
Al poco, recuerda algo que le hace adentrarse de nuevo en la pared, riéndose de una manera que me hace temer lo peor.
Después emerge de la pared una enorme pantera negra, cuya temible fiereza inspira barruntos apocalípticos.
En dos saltos se pierde de nuestra vista, pero ya todos notamos que algo fatídico se ha desencadenado con su presencia.
Y efectivamente, la tierra tiembla atronadoramente y por el cielo descienden inmensos bloques negros, que uno desearía que fuesen irreales.
Parecen gigantescos molares redondeados, de oscura superficie cromada.
Descienden lenta y ordenadamente, hasta formar una cúpula hermética, de unos cientos de metros, que nos rodea por completo.
Cesan el estruendo y el temblor, y un atroz pasmo nos embarga.
El desorden y la confusión se nos apoderan.
Esta espeluznante situación inesperada, nos sobrepasa con creces.
No sabemos qué intención o sentido tiene algo así, pero sentimos en las entrañas que este es el último reducto que ha quedado del mundo, que esta es una prueba final y definitiva.
Observo que los azabaches bloques intersecan limpiamente con los edificios, cuando lo esperable sería que su superposición hubiese provocado demolición y escombros.
No entiendo nada.
Lo único que se me ocurre es ponerme a seguir un riachuelo que de pronto recorre el patio como si siempre hubiese estado ahí.
Sobre el agua, en unas precarias barquichuelas, navegan varios desconocidos de tamaño reducido.
Esa especie de duendoides, gesticulan y maniobran con apremio y apuro.
Sigo su trayectoria caminando a la par por la orilla.
Parecen ignorarme completamente.
En un recodo, vuelcan sus embarcaciones por su atolondrado manejo y pierdo su rastro bajo las aguas.
Tomo el relevo y prosigo su ruta, tratando de averiguar el lugar al que se dirigían.
Llego a una zona donde hay unas plataformas metálicas que esconden trampas con pinchos.
Las supero con algún que otro accidente de poca monta.
Y desemboco en la calle, en la porción de calle que ha sobrevivido dentro de la negra cúpula.
Por la siguiente transversal, asoma caminando un grupillo de seis personas.
Sus cabellos están pintados multicolores y peinados en punta.
Me basta ver su porte y sus sonrisas, para saber que son sanguinarios homicidas y que están de cacería.
Retrocedo apresuradamente para alertar a los demás y para ponerme a salvo si es posible.
Trepo cual lagarto por la pared de un piso y trato de cobijarme bajo un alféizar.
Pero de poco me sirve, pues pronto me divisan y me hacen bajar.
Parecen haber adoptado una estrategia de disimulo, pero a mí no me engañan con su palabrería.
Pierdo de vista a mis amigos y supongo que están siendo dejados fuera de combate uno a uno.
No sé cómo, me hago con el paraguas de uno de esos nefarios y lo utilizo para neutralizarlos.
Supongo que dicho paraguas esconde algún tipo de arma, y es por eso que mi intimidación tiene efecto sobre ellos.
Los encamino hacia un pequeño bar que hay en un rincón y luego atranco la puerta dejándolos allí encerrados.
Luego transcurre bastante rato sin nada más que hacer.
Parece como si se hubiese detenido el tiempo.
Es angustiante.
La duda nos corroe: Vamos a estar en esta absurda situación indefinidamente?
Y entonces sucede algo extremadamente inesperado.
Se diría que el suelo ha empezado a perder su solidez.
Algunos amigos son tragados en un abrir y cerrar de ojos, dejando tras de sí apenas su silueta en el suelo.
Pero esta vez esas aberturas no se reconstruyen, sino que se van desmigajando poco a poco, cada vez más.
Esos negros abismos crecientes, nos horrorizan sumamente.
Es el sálvese quien pueda.
Cada uno intenta huir en cualquier dirección, pero nuestros cuerpos desarrollan poca tracción y menos inercia.
Ya no hay sensación de peso ni de agarre por ningún lado.
Somos satélites a la deriva, sin capacidad de impulso ni de freno.
Para colmo, las paredes se tragan igualmente a cuantos las atraviesan.
Y en un instante, soy el único que queda todavía.
Mi errático deslizamiento me está llevando hacia el bar, que ahora tiene su puerta abierta.
A medida que me aproximo, compruebo que está vacío y que su aspecto es peculiarmente distinto.
Ahora sus paredes parecen ser de metacrilato luminiscente o algo así.
Además, están semi-derruidas y tras ellas se contempla una nítida blancura esperanzadora.
El caso es que, cuando ya estoy rebasando dichas paredes fragmentarias, con el pie golpeo sin querer una porción del muro, que se desprende y sale flotando.
Veo que ese translúcido proyectil tiene en una de sus caras la marca de un refresco, graciosamente esmerilada.
Y también veo que, dicho vestigio volátil, está a punto de chocar contra la cara de un transeúnte salido de vete a saber dónde.
Percance que va a repercutir sobre mi inminente Juicio Final y cuyas posibles derivaciones provocan mi inmediato despertar.