No voy a dispararte, sólo quiero besarte. Dice.
Seguramente hará las dos.
No hace ni veinticuatro horas que nos conocemos.
Era una mañana normal y corriente.
Yo estaba en clase, aburrido y desganado.
Veníamos del recreo, aún más cansados y desanimados que antes.
Había sido uno de esos recreos frustrantes.
Que quieres hacer varias cosas y no te decides por ninguna.
Y el tiempo libre se escapa tan rápido, que maldita la gracia, tú.
Entonces, va el director y nos dice que van a darnos una charla.
Entran dos mujeres, una joven, de mi edad o así, y la otra mayor.
Dicen que van a hablar sobre primeros auxilios o algo por el estilo.
Aún me da más pampurria eso, como dicen los de allende.
Si pudiera, aquí estaría yo. Sí, corriendo.
No parece ser opcional.
Aunque algunos se las han apañado para escaquearse.
Igual les tocaba desdoblarse o yo qué sé.
Bah, qué más da. Ya veo que no me libro del rollo este.
Y en primera fila además. Puf.
Me entra picor en la palma de la mano derecha.
Me rasco.
Se me va levantando una piel muerta.
Seca, tersa, de grosor considerable.
Me la voy arrancando, a cachos, con pasmo y placer a partes iguales.
A lo tonto me he quitado como media palma casi.
Entonces se pone a salirme de ahí una sangre negra.
Fea, chunga, asquerosa.
La chica joven lo ve y me mira con repulsa y desagrado.
Con ojos acusadores, reprobadores, censuradores.
Odio que me culpabilicen por cosas así.
Yo qué me iba a saber esto.
Joder.
Me levanto y voy a lavarme la mano al lavabo de los servicios.
Me la envuelvo un poco con papel higiénico y vuelvo.
La mujer mayor lleva todo el rato soltando su rollo sin parar.
No sé de qué rayos habla. Es que ni lo intento, vamos.
La chica joven se sienta a mi lado.
Señala un texto que ha escrito en mi mesa.
Me pongo a leerlo, pero tampoco le encuentro el meollo.
Farragoso, no llego a comprenderlo.
Ella tiende su mano, justo donde termina el texto.
En su mano hay más texto escrito.
Que continúa por su brazo hasta llegar a su escote.
La tumbo en mi mesa y me pongo sobre ella.
Sonríe picarona.
Le digo: Voy a tener que bajarte esto para seguir leyendo.
Se hace la recatada.
Le bajo el vestido y veo sus pechos.
No hay más texto, sólo dos puntos. Digo.
Se ríe. Nos besamos.
Nos magreamos a base de bien, nos metemos mano.
Lo hacemos ahí mismo y todo.
No dejamos de besuquearnos y tontear todo el rato.
Luego termina el rollazo que ha metido la tipa esa.
Dudo que nadie le haya hecho el más mínimo caso.
Tiempo perdido. A saber de qué habrá hablado.
Vuelven algunos compañeros.
Se sorprenden de vernos ahí tan pillados y acaramelados.
Enredados, enajenados, embelesados, despendolados.
Lascivos y demás adjetivos.
Envueltos en una burbuja de desenfreno y lujuria.
Sin reparos ni conocimiento, sin recato ni compostura.
Con la sesera vacía, con el coco sorbido el uno por el otro.
Abrazados, entrelazados, ahí liados como unos desesperados.
Y sí que es verdad que algo de eso hay.
Se nota la pasión desatada.
Las ganas locas, largo tiempo aguantadas, reprimidas, acalladas.
No sé si es parte de su hechizo, pero creo que nos parecemos.
Su locura, de alguna manera, saca mi lado más ido, impulsivo, vivo.
Físicamente no es nada del otro mundo, ni falta que hace.
Del montón, normal, y qué más da.
Lo que es arrebatador es su forma de ser.
Más que arrebatadora, es un puro volcán, un auténtico vendaval.
Me dice no sé qué de vámonos al cine.
Me parece un poco precipitado, desquiciado, absurdo o así.
Como toda ella.
Y me encanta.
Se acaba la clase.
A todo esto, mi mano ya estaba casi curada del todo antes.
Antes de caer de lleno en su torbellino incontrolable.
Se la enseño de nuevo y ríe.
Río yo también, se nos contagia la dicha, la euforia, la alegría.
Estamos borrachos de amor. O embriagados, que queda más fisno.
Huelo a saliva, sudor y sexo. Huelo a ella y me vuelve loco.
Cojo mi abrigo, no encuentro mi mochila.
Nos vamos.
Bajo las escaleras por el hueco del centro.
Descolgándome por la baranda como un mono.
Ella desciende por los peldaños, como una persona civilizada.
No, si aún va a parecer que el loco soy yo, jeje.
Me alcanza en un piso intermedio.
Atrapa mi cintura y me quita los pantalones.
Tira los calzoncillos por ahí y me hace cosas malas.
Cosas muy deliciosamente muy malas.
Los calzoncillos terminan aterrizando sobre el conserje.
Que duerme la mona abajo del todo.
Se despierta, los olisquea y los lanza con asco lejos de sí.
Van a parar al cristal de una ventana.
Donde quedan expuestos como en un escaparate.
Me pongo otra vez los pantalones.
Sin nada debajo.
Cosa que nos excita y enardece más aún a los dos.
Bajamos rozándonos y sobándonos descaradamente.
Salimos a la calle.
Vamos a mi casa, le digo. Vamos a la mía, dice ella.
Vale, decimos los dos.
Empezamos a andar, no sé con qué rumbo.
Seguimos todo el rato besándonos y provocándonos, descontrolados.
Casi sin ver ni por dónde andamos.
Parece que vamos hacia mi casa.
De pronto, cambiamos de idea y tiramos hacia la suya.
Luego otra vez hacia la mía, y luego otra vez que no.
Parecemos un par de beodos sin seso ni talento, sin freno ni medida.
Y así el resto del día.
Ha insistido más veces en lo de ir al cine.
Es como si eso fuera lo más de lo más para ella.
La suma consagración definitiva.
La confirmación del amor absoluto o algo parecido.
La prueba de mutua entrega total y recíproca, al cien por cien.
Y creo que la entiendo.
Me parece que ha visto muchas películas.
O que su razón de ser es ver muchas películas.
Que a través de ellas se ha formado, o se va formando, un ideal.
Una filosofía de vida, un credo supremo, una manera de ser y existir.
Algo que tiene que ser compartido.
Jopé, me da casi hasta un poco de miedo parecernos tanto.
Luego, de golpe, se ha torcido la cosa.
No sé cómo ni por qué.
Algo que he dicho o no he dicho, vete a saber, cualquier tontería.
Lo que menos te esperarías o imaginarías.
Y me sale con estas.
Y sigo pilladísimo, loco perdido, hasta las trancas por ella.
Y me da igual todo, que haga lo que quiera.
Estas horas no nos las quita ya ni dios.
Ni nada ni nadie, por mucho que pase.
En fin.
Una loca es algo único.
Ya te digo,
Sergio, ya te digo.