Cadinsqui era un soñador, de esos que siempre miran al cielo y casi nunca al suelo.
Con lo cual, se pegaba unos trompazos que para qué.
En una de esas, se fijó en una roca grandota y se percató de que, en realidad, aquella mole no era pétrea sino nubosa.
Entonces decidió tallarla, con su mejor pericia, hasta convertirla en una magnífica edificación castilforme, castilloide o como se diga que se diga.
Luego se llegó hasta la caldera central de dicha fortificación, y depositó en ella su cálido aliento.
Aquello bastó para que la construcción recobrase su nubística flotabilidad y ambos emprendieran el vuelo por los cielos.
Pero hete aquí que, al poco, un pajarraco vino a posarse sobre la cúspide de aquella ciudadela.
Las intrusas garras del plumífero bichejo, revelaron algo terrible. Pues resulta que dicha roca, a la postre, tampoco era nubosa sino arenosa.
Con lo cual, su querida y reciente garita, tan elevada y luminosa, comenzó a desmoronarse lentamente.
Se desmigajaba inexorable, a la par que descendía gradualmente de altitud.
Al tocar tierra, tan sólo quedaba un montoncillo de arena.
Y para colmo, el pobre Cadinsqui aún hubo de contemplar cómo aquellos míseros restos se escurrían hasta desaparecer bajo el suelo.
Como si buscasen posarse en el infierno, como si retornasen a su lugar de procedencia.
Lo cual llenaba de tristeza y amargura a Cadinsqui, pues lamentaba en mucho su ponderativo yerro rocológico.
Tal era su pesadumbre, que ya no miraba más al cielo.
Sin embargo, gracias a ese abatimiento ocular, pudo esquivar a una hormiga a la que había estado a punto de aplastar.
La hormiguilla, en agradecimiento, le hizo gestos para que se aproximase.
Cosa que Cadinsqui hizo, rebajando su cabeza hasta casi tocar el terruño.
Así pudo oír la tenuísima vocecilla de aquel insecto, que le dedicaba magnas loas y enfáticos encomios.
Por último, en suprema recompensa, la hormiga le hizo entrega de un huevo ultraespecial, pues contenía a su vez ocho huevos y prometía dar nacimiento a algo excepcionalmente bueno.
Total, que el cariacontencido soñador recibió en la yema de su índice aquella minusculosidad, que casi ni se veía de lo pequeña que era.
Pero aun así dio honrosa muestra de gratitud y se lo guardó en el bolsillo.
A partir de entonces, Cadinsqui se dedicó a cuidar con mimo aquella miniatura, que iba creciendo día a día.
El huevo llegó a hacerse grandote cual sombrerote, y entonces eclosionó.
De su interior nació un geniecillo de esos que conceden deseos y viven en las lámparas, o en las aceiteras.
Lo que pasa es que como todavía era chicuelín, solo podía realizar una unifactorial comanda.
Es por esto que el geniecito empezó a acosar a Cadinsqui con interminables preguntas peliagudas, de esas que te obligan a rascarte la sesera para darles respuesta.
Semejante dilemático bombardeo prosiguió día y noche durante largas jornadas, sin tregua ni merma.
El pobre soñador empezaba a desesperar seriamente, pues no comprendía a qué venía tal tanda de examinatorias inquisiciones, tan ardua en su contenido y tan descabellada en su duración.
Hasta que, de repente, cesó la hurga y Cadinsqui pudo respirar ciertamente aliviado.
Entonces el geniecillo le dijo que ya estaba listo para concederle un deseo.
Pero no le dio tiempo a decir ni mu, pues el geniecito le explicó que ya había averiguado lo que el soñador más anhelaba; pues para ello había sido aquella requisitorial batería de disquisiciones.
Así, sin duda ni tardanza, el pequeñajo hizo aparecer una roca grandota y dorada.
Cadinsqui quedó harto estupefacto, ya que no parecía encontrarle ni pies ni cabeza a tamaña absurdidez.
Pero, al instante, comprendió.
Y vio que aquella roca no era pétrea sino nubosa, y áurea aun encima.
Con lo cual, en un abrir y cerrar de ojos, Cadinsqui talló en aquella singularísima mole su soñada castilzuela y se fue con ella a surcar los cielos por siempre jamás.
Y fin.
25 de marzo de 2023
la roca que era nube
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