Voy de vacaciones con mi familia a una casa rural. Entramos en ella felices y llenos de curiosidad, como si esta vivienda fuese nuestra desde hace poco y la estuviéramos estrenando por primera vez. Vamos recorriendo las diferentes habitaciones para ubicarnos en su distribución y para deleitarnos con cada detalle. En un patio me topo con una rata muerta y me la meto bajo la camiseta, sobre mi ombligo. Ha sido un acto reflejo, como si me diese pena o vergüenza que los demás se asqueasen o desilusionasen al verla. Nuestra alegría vacacional es tan estupenda que no quiero que nada la chafe. Pero entonces veo que llegan por la entrada otros familiares que no esperábamos y ya me entra la prisa por buscar el modo de deshacerme del fiambre. Barajo diferentes posibilidades, pero todas tienen algún inconveniente y no me decido por ninguna. Para cuando me quiero dar cuenta, después de mucho andar de una habitación a otra, estoy dentro de la bañera dándome un baño de espuma con la ropa puesta. Y por un momento me olvido del roedor que porto escondido, hasta que lo redescubro casualmente y vuelven mis cuitas al respecto.
Estoy en una ciudad nocturna, hay poco tráfico y menos gente por las calles. Lo curioso es que a través de las ventanas de los edificios se observa densa vegetación. Es como si enormes árboles hubiesen invadido por completo el interior de todas las edificaciones. Esto me causa asombro e inquietud, pues adivino que la presión de esas plantas va a hacer estallar los cristales de un momento a otro. Y efectivamente, alguna que otra ventana revienta súbitamente. Para colmo, a mi lado está un famoso actor de telecomedia que se dedica a lanzar piedras a las ventanas. Eso me parece una temeridad muy insensata y estoy pensando en decírselo. Pero no me da tiempo, pues ya los cristales despedidos de una ventana le han alcanzado de lleno y un gran trozo se le ha clavado bajo la clavícula izquierda.
Estoy en la antigua casa de mi abuelo. Me acompaña un chicuelo que tiene sed. Abro el armarito donde se guardan los vasos y cojo uno. Pero resulta que todos los vasos allí guardados están llenos de agua casi hasta el borde. Ese peso inesperado hace que el vaso se me escape de la mano, se caiga al mostrador y se deslice con su propia inercia casi hasta llegar al borde. Por fortuna no ha seguido hacia el suelo ni ha derramado su contenido.
31 de octubre de 2021
fragmentos
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