Cuanto más avanza el progreso tecnológico, más estúpido se vuelve el ser humano.
Por ejemplo, la aparición de los coches autoconducidos tuvo una consecuencia inesperada.
Liberados de toda obligación manejil, los pasajeros se entregaron a cualquier actividad con tal de evitar el aburrimiento.
Pero, dada la tremenda atomización de la sociedad, muchos solo se tenían a sí mismos en ese y en cualquier otro trance.
Por lo cual, las mascotas se volvieron omnipresentes, y raro quien no se agenciaba semejante primal compañía.
Así las cosas, era cuestión de tiempo que alguien hiciese la gracia de colocar su perro al volante, para fotografiarlo y compartir la estampa con sus conocidos.
La boba ocurrencia, hizo furor y se tornó moda persistente.
Las personas se embarcaron en una carrera por ver quién lograba la instantánea más auténticamente lograda.
Para lo cual, iban añadiendo cada vez más accesorios humanizadores al bicho de turno.
Tal monomanía mascotil, llevó al poder al partido animalista.
Y ya la demencia fue absoluta.
Se establecieron multitud de leyes para equiparar a los seres irracionales con los humanos.
Pero no contentos con eso, todavía fueron más lejos.
Por una supuesta cuestión de desagravio histórico o algo así, se invirtieron los papeles.
A toda mascota se le proporcionó un cuerpo robótico acoplado, que la dotaba de capacidades y extremidades humanoides.
Por su parte, los humanos fueron obligados a andar siempre desnudos y a cuatro patas.
Así pues, las calles cobraron un aspecto grotesco.
Los animales ciber-antropomorfizados parecían deidades egipcias, y los humanos, serviles y rebajados, daban patética grima en su degradada condición.
Todo humano pasó a ser mascota, sujeto a la legislación correspondiente a tal subordinado estatus.
Los cuerpos robóticos, estaban equipados con multitud de programas y protocolos para gestionar la rutina diaria del humano al cargo.
Los individuos rebeldes y desobedientes, eran reeducados mediante tirones de collar, bozal, descargas eléctricas o correctivos más severos y drásticos.
Algunos terminaban en camisa de fuerza, inmovilizados de brazos y piernas, paseados sobre una plataforma con ruedines.
Y ya el colmo fue la implantación del traductor lingüístico, pues añadía aún más escarnio a la farsa imperante.
El susodicho invento, cada vez que el animal emitía sus guau guau, miau miau, pío pío o lo que fuese, los traducía invariablemente con la misma frase.
Y para redondear el remedo, el humano estaba obligado a responder siempre con idénticos guau guau, miau miau, pío pío o lo que fuese, respuesta que también era traducida invariablemente con su propia misma frase.
Con lo cual, toda comunicación animal-humano se reducía a este diálogo:
-Calla, tonto.
-Sí, amo.
16 de julio de 2019
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