Este fragmento corresponde a una escena dentro de una secuencia más larga de situaciones inconexas que ni me interesan ni recuerdo apenas.
Hace un día nublado, la luz es gris pero no triste, su tenuidad es cómoda y da alegría a la vista, se ven las cosas incluso más nítidas de lo normal.
Gotea una leve lluvia mansa, que casi ni moja ni molesta.
Estoy viviendo en una casa compartida. La casa es humilde y arcaica.
Se compone de dos o tres toscas viviendas, repartidas por un pequeño patio terroso. El terreno es empinado. Estoy en la casucha de lo alto.
La construcción es simple y austera. Todo de cemento. Techo, suelo, cuatro paredes, ventana, puerta y para de contar. El agujero de la puerta lo tapa una cortina de tela, pero no hay puerta, y en el agujero de la ventana tampoco hay cristal ni nada.
Bajo la ventana hay un colchón con algunas sábanas revueltas, y en la esquina hay una silla de mimbre, todo de aspecto cochambroso.
Aquí tengo una carpeta grande con mis dibujos, y una bolsa de deporte con otras menudencias de poca monta.
He trasladado la carpeta a mi habitación de la casa baja, pues allí dispongo de más comodidades y privacidad.
Ahora me dispongo a hacer lo mismo con la bolsa de deporte.
Subo por el camino terroso.
Noto la suela de mi calzado ligeramente pesada y resbalosa, pero el barro adherido no es mucho, asique no supone mayor inconveniente.
Llego de nuevo a la casucha.
Pero me detengo en el balcón lateral. Decir balcón es decir mucho, tan solo consiste en un suelo de cemento y las paredes laterales. Ocupa igual área que el cuartucho. Casi da la impresión de que se quedaron sin materiales en plena obra y dejaron media casa como mirador o algo así.
El balcón no tiene barandilla ni murillo ni nada que impida al imprudente caer al vacío.
Impresiona por esto mismo.
El paisaje es cutre, a tono con la vetustez predominante. Se ve un amplio descampado muy abandonado y solitario.
Desde el balcón hasta el suelo hay una caída de bastantes metros, los suficientes para quedar malherido o peor.
A un lado, justo sobre el borde del balcón, flota un dron que más bien es un minihelicóptero silencioso.
Estirando el brazo, alcanzo su carcasa verde.
Con gran vértigo, giro su orientación para que mire hacia otro lado. Ya no recuerdo la razón por la que era conveniente eso.
Entonces, llega otro compañero y me alejo rápidamente del borde.
Intercambiamos algunas palabras y se mete en la casucha.
El tipo no me inspira confianza, sin embargo, decido dejar lo de la bolsa de deporte para otro momento.
Ahora me incomoda la música que sale de una pequeña radio que hay tirada en el balcón.
La cojo y giro su ruleta del volumen, para silenciar la música.
A cada movimiento de la negra ruedecilla dentada, salen de su hueco bastantes hormiguillas negras, que invaden mi mano y trepan raudas hacia el brazo. Y para colmo, la música no modifica su volumen.
Me inquieta esa inesperada aparición insectil y su diminutez y negrura.
No parecen malignas ni peligrosas, tan solo ocasionan microcosquillas con sus patitas. Me las intento quitar cepillándome con la otra mano, pero apenas despacho alguna. Asique suelto la radio y sacudo el brazo hasta librarme de ellas.
Luego, vuelvo a intentar silenciar la música y otra vez pasa lo mismo. Hasta que veo en el costado el interruptor de apagado, y desactivo la radio.
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